El invierno de nuestro descontento

Publicado en el Diari de Tarragona el 10 de mayo de 2015


Los más optimistas auguraron una desaceleración económica de tres o cuatro años, interpretando la crisis de 2007 como un simple valle en el ciclo regular. De hecho, sus predicciones parecieron verse confirmadas con el engañoso repunte de 2010. Lamentablemente, como es habitual, los pesimistas estaban en lo cierto y occidente entró en barrena el año siguiente. A nivel local, la travesía del desierto ha sido tan prolongada que nos ha permitido confirmar empíricamente cómo se comportan los dos grandes partidos españoles ante un Defcon 1 económico.

Transitamos los primeros años de la crisis bajo la batuta de Jose Luis Rodríguez Zapatero, el presidente de las sonrisas y el buen rollo, quien cavó nuestra tumba económica con la maestría de un enterrador veterano. Se negó a admitir la amenaza durante meses, y ya cuando el suelo comenzó a temblar bajo nuestros pies sólo fue capaz de improvisar alguna ocurrencia (como el infausto Plan E) que agravó aún más el problema. A finales de 2011 el prestigio del gobierno socialista caía a la misma velocidad que nuestro PIB y los votantes soltaron la mano de aquel hombre tan simpático que nos llevaba al precipicio.

El escuadrón popular llegó a la Moncloa como el Séptimo de Caballería. No era la primera vez que los votantes apostaban primero por la izquierda para administrar equitativamente la prosperidad, y luego la sustituían por la derecha para remendar los desaguisados financieros provocados por los pródigos que piensan que el dinero público no es de nadie. Rajoy lo había prometido todo: bajada de impuestos, reducción de la maraña de empresas públicas, derogación de la Ley Aído, mantenimiento del gasto sanitario y educativo, simplificación de la burocracia y el aparato público, aseguramiento del nivel adquisitivo de los pensionistas, ajuste del déficit del Estado, reducción de altos cargos, recuperación de todos los fondos inyectados en el sector financiero, rigurosidad ante la corrupción… En apenas una semana vimos cómo la nariz del nuevo presidente crecía hasta superar el horizonte. De hecho, si comparamos aquella campaña popular con su posterior acción de gobierno, parece justo afirmar que Mariano Rajoy se ha convertido en el mayor timo político de nuestra historia reciente.

Como consecuencia de ambas experiencias, la indignación ciudadana terminó transformándose en partido político hace algo más de un año. Nacía Podemos, una formación de nuevo cuño dispuesta a convencernos de que era posible una nueva forma de hacer política. El equipo de Pablo Iglesias organizó improvisadamente una candidatura para los comicios europeos, cuyos resultados dejaron hiperventilando a más de uno en Génova y Ferraz. Por fin el hartazgo se trasladaba desde las barras de nuestros bares hasta las urnas, lo que multiplicó los nervios de las clases dirigentes. Los más torpes no pudieron ocultarlo (como Pedro Arriola, el Rasputín de Moncloa) mientras los más avispados supieron fingir una aparente tranquilidad (como Ana Patricia Botín y su sorprendente bienvenida a la nueva formación). En cualquier caso, conviene destacar la significativa y certera reacción del presidente del Banco Sabadell, Josep Oliu: “debería existir un Podemos de derechas”.

Efectivamente, la sublevación ante el espectáculo ofrecido por PP y PSOE no se ha circunscrito a la militancia de izquierdas. Las clases medias, gran parte de ellas vinculadas al centro político, han sufrido durante los últimos años un empobrecimiento y una precarización sin precedentes. La inutilidad del PSOE agudizó los efectos de la crisis, y la insensibilidad del PP está provocando una recuperación asimétrica que sólo unos pocos elegidos consiguen percibir. Somos hoy una sociedad más pobre (gracias, José Luis), más desigual (gracias, Mariano) e igual de corrupta (gracias a los dos). Era inevitable que se alzase una voz desde la izquierda para reaccionar ante este desolador panorama, pero faltaba también un nuevo referente político que canalizara estas mismas inquietudes entre los votantes más centrados. Y es ahí donde entra en escena Albert Rivera. Sospecho que la razón de ser de Ciudadanos no es convertirse en la muleta de Rajoy, como algunos sugieren, sino arrebatar gran parte del espacio ideológico y electoral a un PP ahogado en la inmundicia.

La encuesta oficial publicada este jueves detecta que el respaldo a Podemos está sufriendo un serio frenazo, en contraste con el imparable auge del partido de Rivera. Es lógico. Pablo Iglesias representaba hasta ahora la única alternativa viable para remover los cimientos de la mediocre democracia española (de hecho, 700.000 antiguos simpatizantes del PP estaban dispuestos a apostar por él) pero la irrupción de Ciudadanos ha ofrecido a los votantes de perfil liberal la posibilidad de impulsar un cambio real sin renunciar a sus principios. El tiempo dirá si ambas formaciones se consolidan como actores políticos de primer orden, o si acaban convertidos en partidos testimoniales como IU o UPyD.

A finales de año millones de votantes introducirán en las urnas una de estas dos papeletas para dejar bien claro que no están dispuestos a seguir viviendo en el país del nepotismo, la incompetencia, los privilegios, las comisiones y las puertas giratorias. Cuando el otoño esté a punto de concluir, habrá llegado el momento de transformar todo ese caudal de descontento en un voto de rebeldía y esperanza. Pese a todo, la encuesta del CIS detecta también un cierto resurgimiento de las inercias bipartidistas durante las últimas semanas. Es una opción perfectamente legítima, e incluso sensata si uno se conforma con lo que hay. Eso sí, no hay nada más estúpido que votar a los de siempre y esperar que las cosas cambien. Me temo que no tenemos remedio.

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