Oh capitán, mi capitán

Publicado en el Diari de Tarragona el 15 de marzo de 2015


La traumática experiencia vivida por la militar Zaida Cantera acaparó el interés de la sesión parlamentaria celebrada el pasado martes en el Congreso de los Diputados. La pregunta de una representante de UPyD hizo revivir el infierno de amenazas y agresiones sexuales padecidas por la entonces capitán del ejército, presente en la cámara, a manos de su superior jerárquico. Tras sufrir incontables abusos, la víctima se atrevió a denunciar al teniente coronel Isidro José de Lezcano, pese a los indiscutibles riesgos profesionales derivados de esta decisión. Esta osadía le acarreó un despiadado linchamiento interno en un claro ejemplo de corporativismo revanchista. Gracias a su entereza personal y al valor de otra militar que testificó corroborando los hechos, el teniente coronel tuvo finalmente que sentarse en el banquillo y acabó condenado por abuso de autoridad. Eso sí, nuestra protagonista pagó caro su atrevimiento y fue expedientada por partida doble: primero como consecuencia del montaje urdido por sus superiores (llegaron a pedir que la víctima fuera condenada a seis años de cárcel por deslealtad) y también por exponer su caso ante la prensa.

El destinatario de la pregunta parlamentaria era al Ministro de Defensa, quien recibió hace años una carta de Zaida Cantera con una súplica de auxilio que no fue atendida. Mi paisano Pedro Morenés, un hombre de Neguri que proviene del sector armamentístico, difícilmente pudo hacerlo peor desde su escaño azul de la Cámara Baja. En primer lugar, no tuvo el menor gesto de empatía hacia la víctima en una situación tan sensible, sino que prefirió adoptar una postura reactiva y carente de humanidad que ha tenido su cumplida respuesta en la opinión pública. Por otro lado, atacó de forma personal y desmesurada a la diputada Irene Lozano, acusándola de bajeza moral y sugiriendo un interés económico en el caso, mientras la hacía callar con un gesto incompatible con la actividad parlamentaria. Y por si fuera poco, se arrogó en exclusividad la defensa de la honorabilidad de las Fuerzas Armadas, como si denunciar un problema evidente en el seno de este cuerpo fuera un insulto intolerable, en lugar de un deber ineludible para aquellos que pretenden mejorar el funcionamiento de esta institución.

Aunque no somos ninguna excepción, debemos reconocer que la sociedad española ha consentido inmemorialmente cierta tolerancia hacia el acoso sexual. Recordemos las casposas películas de los años setenta (las legendarias “españoladas”) donde se bromeaba sin rubor sobre los constantes abusos de los señoritos hacia las empleadas domésticas. La lucha tajante por extirpar de raíz este tipo de comportamientos es probablemente uno de los síntomas más significativos del intento de un país por convertirse en una sociedad avanzada. Lamentablemente, en este empeño siempre hemos chocado contra el muro de la desigualdad que en ocasiones padecen las víctimas, y que provoca una fortísima presión a la hora de denunciar los hechos sufridos o de testificar en contra de quien ostenta una posición privilegiada.

Cuando existen indicios suficientes para pensar que los abusos se han producido, las autoridades deben asegurar inmediatamente la protección de quienes los han padecido, tomar medidas preventivas contra los presuntos responsables, y garantizar que la decisión de denunciar no produzca un dolor añadido a las víctimas. Este protocolo debe seguirse con especial diligencia en el ámbito laboral, un ejemplo paradigmático de relaciones jerárquicas que favorece el silencio y la impunidad. Sin embargo, si existe un entorno en el que el riesgo de omertá se multiplica exponencialmente, éste es sin duda el militar. Para colmo, la convicción social de que la justicia ordinaria lleva años protegiendo a determinados estratos de nuestra clase dirigente lleva inevitablemente a intuir que la situación en la jurisdicción castrense será igual o peor. Esta triste sospecha obliga a cuestionar una realidad consolidada: ¿tiene sentido someter a una estructura legal y judicial específicamente militar unos hechos que no guardan la menor relación con ningún conflicto bélico? En mi opinión, rotundamente no.

La mentalidad militar más antediluviana, tanto en el ejército español como en casi todos los demás, ha intentado sobrevivir a la democracia liberal creando un estado dentro del estado: tienen sus propias leyes, sus propios tribunales, sus propias cárceles… ¡hasta su propio obispo! (algún día también habría que repensar este desvarío). Como consecuencia de ello, las dinámicas que se desarrollan en los cuarteles suelen ser vistas como disparatadas desde la lógica y los valores del resto de la sociedad (recordemos, por ejemplo, la arraigada costumbre de arrestar objetos inanimados). Se trata de un fenómeno que puede resultar inocuo e incluso gracioso, salvo cuando incide de lleno en unos derechos que deberían ser irrenunciables en un estado que se dice democrático.

Pese a la condena de Isidro José de Lezcano (posteriormente ascendido de rango, por cierto) parece evidente que la excepcionalidad militar favorece la indefensión de las víctimas de determinados abusos. Como en su día afirmó Groucho Marx, una de las mentes más brillantes de los últimos tiempos, “la justicia militar es a la justicia lo que la música militar es a la música”. El único motivo por el que hemos conocido estos lamentables hechos ha sido el tremendo coraje de la capitán Cantera, un comportamiento que debería ser calificado de heroico. No es razonable que en pleno siglo XXI la ley cobije un estado paralelo que pone en peligro las libertades básicas que todos deberíamos disfrutar en tiempos de paz. Los militares son militares, ciertamente, pero antes son ciudadanos.

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