Volando voy, volando vengo

Publicado en el Diari de Tarragona el 23 de noviembre de 2014


La incesante actividad viajera de Monago Airlines ha devuelto a la actualidad política los incontables privilegios que nuestros representantes disfrutan con despreocupada alegría. Las barras de los bares vuelven a escuchar discusiones sobre una vieja expresión que se popularizó durante el felipismo, el “gratis total”, un fenómeno que comenzó a minar la presunta superioridad moral de la izquierda en los años noventa, y que no se refiere necesariamente a estrictos casos de corrupción en sentido penal sino a esa caradura de proporciones faraónicas que desprestigia a nuestra pródiga clase política y alimenta los movimientos antisistema.

Como digo, esa intolerable picaresca entre políticos profesionales no puede compararse con los flagrantes delitos que se investigan en el entramado Gürtel, en la trama de los ERE, o en el caso Palau. En estos procesos judiciales se ventilan comportamientos nítidamente criminales que conllevan penas de prisión, aunque todos sepamos que en el Monopoly español cuando caes en la cárcel vuelves a tirar. Hoy no pretendo analizar estos fenómenos sino esa desvergüenza de media intensidad, más o menos legalizada, que algunos partidos parecen negarse a desterrar. Sólo así puede interpretarse el insultante pacto al que han llegado PP y PSOE para implantar una transparencia muy poco transparente respecto a las actividades migratorias de sus señorías, muy alejada de los criterios de control y publicidad que deberían imperar en la labor parlamentaria financiada con fondos públicos.

El caso del presidente popular de la Junta de Extremadura (elegido también con los votos de Izquierda Unida, por cierto) es sólo un episodio más en esta orgía del despilfarro. Personalmente me importa un bledo si Monago estaba liado o no con la tal Olga María Henao, una colombiana especializada en frecuentar a políticos casados como el exdiputado popular Carlos Muñoz Obón o un ministro actual de cuyo nombre no quiero acordarme. Las escapadas sentimentales (por llamarlo finamente) son un asunto estrictamente privado, y precisamente por ello subvencionarlas con el dinero de nuestros impuestos constituye una ofensa a los contribuyentes. Puede que sea legal, no digo que no, pero resulta abiertamente inmoral, máxime cuando Monago ha pretendido justificar este uso privado de recursos públicos envolviéndose en la bandera extremeña, al más puro estilo pujolista, ofreciendo todo tipo de explicaciones contradictorias para no reconocer lo que todos sabemos que sucedió.

Lamentablemente, el problema es mucho más amplio. Gran parte de nuestros dirigentes viven en un universo paralelo que el común de los mortales sólo atisbaremos cuando pasemos a mejor vida. Negar esta evidencia sólo consigue aumentar la indignación de la ciudadanía, especialmente cuando se analizan las condiciones de trabajo de nuestros diputados o senadores: reciben automáticamente la pensión máxima de jubilación con sólo siete años de cotización, deciden entre ellos mismos los emolumentos que van a cobrar (aquí la probabilidad de lograr consensos se dispara exponencialmente), disfrutan de casi cuatro meses de vacaciones al año, su salario aumenta en casi dos mil euros cuando son elegidos fuera de Madrid aunque tengan domicilio en la capital, disfrutan de viajes gratis sin necesidad de justificarlos, tablets, ADSL, móviles, etc. Y eso por no hablar de los eurodiputados... Lo increíble es que todavía existan personas que se pregunten por qué en España no dimite nadie.

Algunos pensarán que todo esto no es más que pura demagogia. Puede que lo sea, pero el hecho es que este tipo de prebendas escandalizan a los ciudadanos y debilitan el respaldo social a las instituciones. Los defensores de este paraíso en la tierra argumentan sensatamente que nuestros gobernantes deben estar bien pagados para lograr que los mejores profesionales tomen los mandos del país. Totalmente de acuerdo. El problema es que la experiencia nos demuestra que la mayor parte de los dirigentes que llegan a lo más alto no son los mejor preparados sino los más serviles ante sus respectivos jefes de partido: no se premia la capacidad sino la fidelidad, cuando no la complicidad.

La crisis económica ha destrozado la vida de millones de personas, pero al menos ha servido para reactivar la intolerancia social ante la golfería institucional. Incluso los adalides del ascetismo político tienen su propio entuerto: parece que Íñigo Errejón lleva un tiempo cobrando más de mil ochocientos euros mensuales por realizar un dudoso trabajo de investigación en la Universidad de Málaga, encargado sospechosamente por otro miembro de Podemos y con un horario difícilmente compatible con su actividad política. Puede que Errejón, asumiendo que la caridad empieza por uno mismo, decidiera autoasignarse una renta básica para ver qué se siente... En el momento en que escribo este artículo las explicaciones aportadas no han logrado desterrar las sospechas existentes, un riesgo que puede afectar seriamente a la autoridad moral del nuevo partido.

En cualquier caso, estoy convencido de que serían muchos los ciudadanos que aprobaríamos unos elevados sueldos para nuestros dirigentes siempre y cuando se cumplieran los tres requisitos siguientes: primero, se acabaron las trampas (esto de salario, lo otro de dietas, eso gratis, aquello de complemento, y tiro porque me toca); segundo, listas abiertas (debemos ser los ciudadanos quienes decidamos quién merece semejante retribución, y no su jefe de filas para pagar favores inconfesables); y tercero, un estricto régimen de incompatibilidades (nada de cobrar como dirigente del partido, concejal, parlamentario, y príncipe de las mareas). Se supone que cada cargo político lleva aparejada una labor suficientemente relevante para ocupar una jornada laboral. Y si no es así, ya saben por dónde empezar a recortar.

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