Hace veinticinco años

Publicado en el Diari de Tarragona el 9 de noviembre de 2014


La noche del 9 de noviembre de 1989 los soldados bajaron sus armas. El permiso para cruzar el Muro de Berlín no entraba en vigor hasta el día siguiente, pero las patrullas se negaron a disparar contra sus conciudadanos. La función había concluido. Miles de personas celebraron un acontecimiento tan aparentemente banal como caminar libremente por su ciudad, una imagen que pasaría a la historia como símbolo del desmoronamiento de un régimen presuntamente indestructible. El comunismo, responsable de decenas de millones de muertos durante el último siglo, bajó los brazos y comenzó a asumir su derrota.

Aunque en aquellos años yo era poco más que un adolescente, tuve la inmensa fortuna de poder conocer de primera mano la vida en el “paraíso comunista”. Todo comenzó un año antes, durante el verano de 1988, cuando un pequeño grupo de jóvenes vascos cruzamos Europa en un par de furgonetas para trabajar como voluntarios en el sur de Polonia. Nuestro destino era la pequeña ciudad de Jastrzębie-Zdrój, en la provincia de Katowice Voivodeship. Allí colaboraríamos en la construcción de una escuela especial para niños con discapacidades psíquicas.

Tras casi tres mil kilómetros de carretera, aquellos dieciocho jóvenes nos plantamos en apenas cuatro días frente a la temible frontera austrochecoslovaca. Aunque acababa de cumplir los diecisiete años, recuerdo con total nitidez la imagen del Telón de Acero acercándose en el horizonte: kilómetros de alambradas a derecha e izquierda, dos enormes torres de vigilancia flanqueando el paso fronterizo, vehículos militares de aspecto amenazador, soldados apuntándonos directamente con sus ametralladoras… Pocas horas después alcanzamos la frontera de Polonia, mucho más permeable, pero las huelgas del sindicato Solidarność en Gdansk habían llevado a Wojciech Jaruzelski a declarar el toque de queda. Aquella noche estuvimos a punto de ser expulsados del país por violar la restricción, merodeando por las carreteras de Silesia completamente perdidos a altas horas de la madrugada.

Una vez instalados en un edificio a medio construir, por fin descubrimos la labor que nos aguardaría durante el próximo mes: encofrar los cimientos de la escuela, una tarea especialmente dura teniendo en cuenta los escasos medios de los que disponíamos. Trabajábamos con habitantes de la ciudad, codo con codo, quienes también cooperaban de forma desinteresada. Daba la sensación de que el único de todos nosotros que sabía algo de técnica constructiva era nuestro capataz, un hombre corpulento y entrado en años. Aunque era un tipo malhumorado y distante, todos los trabajadores locales lo admiraban por su abnegada dedicación a las necesidades de la comunidad. Cuando ya llevábamos unos días conviviendo con él, logramos enterarnos de que había pertenecido al ejército nazi durante su juventud, un oscuro pasado que sólo una vez surgió en la conversación y que logró empañar sus ojos de forma casi instantánea. Apenas nos encontrábamos a cincuenta kilómetros de Auschwitz. Desde entonces aquellas displicentes órdenes sólo me provocaron ternura hacia un hombre íntimamente herido y necesitado de redención.

La ciudad era tremendamente triste. Decenas de bloques de pisos exactamente iguales se extendían de forma mecánica, los borrachos semiinconscientes abundaban por sus aceras, y gran parte de los alimentos estaban racionados. En el centro de la población había una plaza, más bien un descampado, ocupado únicamente por un oxidado puesto de helados. Allí éramos recibidos con entusiasmo por los niños (y por el heladero) pues el cambio de moneda era tan desproporcionado que siempre invitábamos a todos los presentes. Sin embargo, aquellas semanas también me sirvieron para descubrir la verdadera generosidad: la de aquellos que no tienen prácticamente nada. Recuerdo que una vez por semana nos servían a cada uno un pollo de aspecto bastante raquítico. Un día descubrí que nuestros anfitriones tenían derecho a un solo pollo semanal por familia, y aun así lo reservaban para nosotros: desde entonces comí aquel plato con verdadera devoción.

Si la entrada en el bloque comunista había sido complicada, la salida lo fue aún más. Los soldados temían que intentásemos trasladar a occidente a alguna de aquellas personas desesperadas, y registraron las furgonetas de forma minuciosa. Incluso pasaron un espejo con ruedas por los bajos de los vehículos, por si algún individuo se ocultaba en ellos. Para muchos de nosotros la llegada a nuestros hogares fue un verdadero shock, tras haber descubierto empíricamente que aquello que dábamos por descontado (material o inmaterial) era un verdadero privilegio en otros lugares no tan lejanos.

El verano siguiente, justo antes de iniciar la universidad, repetí la experiencia. En esta ocasión fuimos a Tychy, muy cerca de nuestro primer destino, esta vez para construir un complejo parroquial. La iglesia era la primera dedicada en todo el mundo a San Maximiliano Kolbe, un sacerdote que se ofreció voluntariamente para ser ajusticiado en Auschwitz con el fin de salvar la vida de otro preso. Aquel agosto se hizo evidente que el panorama del país había cambiado mucho en aquel año y el fin del régimen se veía más cerca.

Tres meses después, en Berlín, el miembro del politburó Günter Schabowski anunciaba que las limitaciones de tránsito a través del Muro quedaban derogadas. El bloque comunista agonizaba y cientos de millones de personas tocaban con las yemas de los dedos el fin de una pesadilla brutal. En aquel momento volví con el pensamiento a Silesia, imaginando la alegría que se viviría en aquellos humildes hogares. Jastrzębie, Katowice, Tychy… Si Dios quiere, algún día volveremos a vernos.

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