Ya nada será igual

Publicado en el Diari de Tarragona el 1 de junio de 2014


Los resultados electorales del pasado fin de semana han puesto fin a la tradicional intrascendencia que ha distinguido a los comicios europeos durante décadas. Sea cual sea el peldaño institucional que analicemos (local, autonómico, estatal, o continental) el escrutinio ha reventado los usos electorales de los últimos años, provocando algunos cambios tangibles en el panorama político.

Lo más llamativo a nivel comunitario ha sido la victoria de varios partidos de la ultraderecha euroescéptica, fundamentalmente el Front National de Marine Le Pen y el UKIP de Nigel Farage. Este movimiento ocupará conjuntamente más de cien escaños en el Parlamento Europeo, un ascenso tan preocupante como previsible. Las crisis abonan el mesianismo, y en una época marcada por el desconcierto de la izquierda, ése anhelo de cambio ha sido inteligentemente capitalizado por las corrientes xenófobas y aislacionistas.

En algunos países del sur de Europa tendemos erróneamente a identificar la ultraderecha con el liberalismo más recalcitrante, cuando en realidad suele ser tanto o más intervencionista que la izquierda. De hecho, los datos demuestran que la actual base social de estas formaciones en el centro y norte de Europa es la misma que ha votado a la extrema izquierda en el Mediterráneo: clases trabajadoras, parados de larga duración, jóvenes desengañados, etc. Estamos asistiendo a una cierta reedición de los fascismos alemán e italiano de los años treinta, en algunas cuestiones muy cercanos al socialismo, que lograron cautivar a las desesperanzadas clases medias y bajas con fórmulas populistas similares a las actuales.

El repunte electoral de estos partidos rupturistas debería preocupar a quienes defienden el actual status quo, en especial al mundo financiero y empresarial. Pero no ha sido así. ¿Por qué el lunes subieron todas las bolsas europeas? Quizás porque los inversores percibieron acertadamente que vivimos el clímax del descontento social, y aun así los partidos sistémicos han logrado acaparar el Parlamento Europeo. La construcción del edificio comunitario, aunque habrá que modificar algunos planos, no parece que peligre.

A nivel catalán, las elecciones han otorgado el triunfo a ERC ocho décadas después, un éxito previsible que quizás afecte al liderazgo de Artur Mas en el proceso soberanista. Aunque en principio lo preceptivo sería comparar estos resultados con las anteriores europeas, el especial contexto que vive el país desde hace dos años convierte este análisis en un ejercicio completamente estéril. La Catalunya de 2009 no se parece políticamente en nada a la de 2014. Parece más interesante observar la evolución electoral respecto a las últimas autonómicas, lo que ofrece una correlación de fuerzas prácticamente idéntica: los partidos defensores de la consulta logran un 55,81% de los votos, y las formaciones aparentemente independentistas (ojo con Unió) apenas superan el 45%. Es decir, un equilibrio que mantiene el suspense sobre el futuro del proceso.

También el entorno municipal ha vivido un revolcón tras el triunfo republicano en la ciudad de Tarragona, capital donde ERC ni siquiera tenía un mísero concejal. La sacudida política que se inició en septiembre de 2012 se despliega en todos los niveles institucionales, un fenómeno que cristalizará tras las próximas elecciones locales aumentando la policromía del consistorio. Como mínimo, salvo sorpresa de última hora, ERC y Ciutadans lograrán asiento en la Plaça de la Font, un nuevo horizonte que animará la próxima legislatura hasta límites impredecibles.

A nivel español, y pese a su desgaste, el PP ha logrado alzarse con la victoria (ciertamente pírrica) gracias a que Vox, el bluf de estos comicios, apenas le ha restado votos por la derecha. Por contra, el PSOE sí se ha desangrado por estribor a costa de IU y Podemos (la sorpresa de la jornada) cuyos espectaculares resultados han caído en Ferraz como una bomba de neutrones, dejando el edificio intacto pero aniquilando a sus inquilinos. Por su parte, UPyD ha visto con impotencia cómo Ciudadanos desactivaba sus expectativas de convertirse en un partido relevante.

Tal y como señalaba al comienzo, estos comicios han tenido un efecto tangible de primer orden: la dimisión de Rubalcaba en diferido (que diría Cospedal). Ahora los socialistas dudan entre ceder la batuta a sus militantes (tal y como reclama Eduardo Madina) o mantener el poder del aparato en un congreso que deifique a Susana Díaz, la nueva faraona del puño y la rosa. En mi opinión, los socialistas demostrarán no haber entendido nada si cierran el paso a una auténtica renovación en su modelo de funcionamiento interno. El PSOE se juega su futuro entre las nuevas hornadas de simpatizantes de izquierda, quienes jamás darán su respaldo a una organización ensimismada que se encastilla para conservar el poder. La resistencia de los apparatchik a ceder sus privilegios puede enterrar al PSOE como referente hegemónico de la izquierda española, un riesgo que no todos sus dirigentes parecen comprender.

En cualquier caso, el hundimiento de los grandes partidos europeos y los cinco eurodiputados conquistados por Pablo Iglesias (¡en apenas cuatro meses!) confirman la decadencia de las mastodónticas maquinarias electorales como piezas clave del éxito electoral. La reacción de Ferraz y Génova determinará si volvemos al bipartidismo o si continuamos rumbo a la fragmentación definitiva. Al igual que sucediera con Barack Obama en las primarias demócratas, los macromítines con bocadillo gratis y los besos en el mercado están cediendo el testigo a la apertura de espacios donde la ciudadanía comienza a percibir (con mayor o menor fundamento) que participa decisivamente en su devenir político. Quien se duerma no lo contará.

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