Juego de tronos, nueva temporada

Publicado en el Diari de Tarragona el 8 de junio de 2014


El sorpresivo anuncio de abdicación que el pasado lunes reventó la actualidad española ha supuesto una nueva vuelta de tuerca en la convulsa y apasionante época que nos ha tocado vivir. Según parece, la decisión de ceder el trono se había tomado hacía meses, pero los últimos movimientos políticos precipitaron los acontecimientos. El desangramiento del PSOE por su flanco izquierdo en las elecciones europeas y la consiguiente defenestración de Rubalcaba amenazaban el respaldo nítido de los socialistas a la monarquía. Se buscaba que las Cortes aportasen una mayoría aplastante en el trámite de sucesión, una imagen de estabilidad institucional que comenzó a peligrar el día que Ferraz abrió un proceso de renovación sin un claro caballo ganador.

Sin duda, la Casa Real daba por descontado que la abdicación avivaría las reclamaciones republicanas, especialmente cuando el respaldo a la Zarzuela pasa por sus peores momentos. El propio CIS (poco sospechoso de luchar contra el sistema) ha constatado la debacle monárquica con unas encuestas que han arrojado recurrentemente un estruendoso suspenso al prestigio real. Había que dar un paso al frente para evitar el hundimiento definitivo de la nave, aun a sabiendas de que ese gesto haría emerger públicamente el descontento generado por las poco edificantes actuaciones del rey y su familia desde hace ya varios años.

En mi opinión, el último reinado puede dividirse en dos etapas claramente diferenciables. En la primera, el monarca decidió invertir en su futuro devolviendo al pueblo los extraordinarios poderes que había recibido de su mentor, el dictador Francisco Franco, un gesto que los monárquicos atribuyen a su ejemplaridad y que el resto (conscientes del escaso recorrido que una dictadura coronada tendría en la Europa de finales del siglo XX) consideramos la simple demostración de que el rey no ha sido nunca un suicida. En un segundo período, Juan Carlos I se dedicó a dilapidar insensatamente los dividendos de confianza popular generados por aquella acertada inversión.

Así hemos llegado a un punto en que gran parte de la ciudadanía ya no siente por el rey el menor aprecio, admiración o gratitud. Algunos apenas somos capaces de agradecerle que haya abandonado voluntariamente el cargo, su mejor aportación al país en las últimas dos décadas. En mi caso particular, sólo conservo un cierto aprecio por la reina Sofía, quien ha tenido que soportar carros y carretas durante media vida, siempre con dignidad y elegancia, por culpa del comportamiento de un marido poco recomendable.

En cualquier caso, la constatación objetiva de que la monarquía ha servido para dotar de cierta estabilidad al régimen nacido en la Transición es el principal motivo por el que muchos ciudadanos de convicciones republicanas respaldamos la entronización de Felipe VI como la menos mala de las opciones que se abren de cara al futuro próximo. España es un país cainita con una clase política lamentable, dos factores que invitan a pensar que una III República probablemente caería hoy en los mismos errores de las dos precedentes. Personalmente, si pasasen delante de mí los posibles candidatos a esa eventual jefatura del Estado (Rajoy, Zapatero, Aznar, Rubalcaba, Cospedal, Bono…) optaría sin dudarlo por Felipe de Borbón. Y creo que no soy el único. Esta reacción de autodefensa explica que el 99,8% de los ciudadanos, gran parte de ellos republicanos en el plano teórico, no consideren un problema vivir bajo una monarquía (CIS mayo 2014).

Esta paradoja ampliamente compartida está sacudiendo con fuerza las nunca tranquilas aguas del PSOE. Los socialistas se consideran un partido de profundas convicciones republicanas, y aun así votarán masivamente a favor de la sucesión dinástica en las Cortes para permanecer en el acuerdo constitucional. Algunos han comentado que esta actitud de la cúpula socialista se parece a la del vegetariano que come chuletones a diario por su relación con el carnicero. No les falta razón. Sin embargo, también es cierto que el sentido de estado lleva muchas veces a poner por delante el pragmatismo a los ideales cuando las circunstancias lo requieren.

El PSOE se encuentra en una difícil encrucijada, pues tendrá que elegir entre defender el maximalismo que le exigen los sectores más izquierdistas de su partido (la opción que le pide el cuerpo a todo republicano que se precie) o bien asumir la ingrata responsabilidad correspondiente a un partido de gobierno (una alternativa que mantendrá su credibilidad como garante del modelo acordado en la Transición). No hay más posibilidades a corto plazo. Lo que el PSOE no puede pretender es sentarse en la mesa de los niños (uno puede pedir comida especial, levantarse a mitad de la comida, o incluso gritar lo que se le ocurra) y exigir que después del postre le traigan café, copa y puro. Espontaneidad o madurez: hay que optar.

De cara al futuro, algunos amigos dotados de gran inteligencia y sabiduría me aseguran que Felipe VI será el último rey de España. Lo desconozco. Sólo me atrevo a emitir dos pronósticos. Primero: el nuevo rey sólo conseguirá recuperar la confianza ciudadana en la Corona si logra encarnar el proceso de profunda reforma –casi refundación- que necesita el país en todos los órdenes (territorial, partidista, institucional, etc.). Y segundo: con el paso del tiempo será necesario articular constitucionalmente un procedimiento (quizás un refrendo popular en cada sucesión) para lograr una legitimidad no sólo dinástica que permita a la monarquía sobrevivir a la sensibilidad de las nuevas generaciones. Renovarse o morir.

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