Políticos procesionales

Publicado en el Diari de Tarragona el 29 de junio de 2014


La pasada semana se produjeron cuatro situaciones de forma casi simultánea que han devuelto a la actualidad el eterno debate sobre la convivencia entre lo religioso y lo político en nuestra vida pública. A diferencia del estado confesional (que asume como propia una creencia concreta) o el estado laico (que descarta cualquier relación entre lo religioso y lo político) nuestra legislación adopta un modelo intermedio, la aconfesionalidad, que propugna la colaboración del Estado con todas las religiones sin asumir ninguna de ellas como oficial. Esta “tercera vía” parece la más razonable e impide situaciones extremas (como la enseñanza obligatoria de una creencia o la prohibición de símbolos religiosos en espacios públicos) pero deja en el aire cuál debe ser la relación entre ambas realidades con demasiada frecuencia.

El primer episodio se produjo en pasado jueves durante la entronización de Felipe VI, una ceremonia cuyo perfil nítidamente laico provocó las críticas entre algunos sectores conservadores. En mi opinión, la eliminación del Te Deum y la ausencia de crucifijo están justificadas en un acto eminentemente institucional que debe concitar la adhesión del mayor número posible de ciudadanos, una aspiración que puede comprometerse con elementos no esenciales de la ceremonia que pueden chocar con la mentalidad de parte de la población. Sobre el juramento propiamente dicho, parece igualmente respetable que el nuevo monarca jurara sobre la Biblia (como recientemente hicieron Barack Obama o Angela Merkel) o sobre un ejemplar de la Constitución (tal y como finalmente sucedió) del mismo modo que los ministros pueden optar libremente por jurar o prometer sus cargos.

Por otro lado, tres días después, el nuevo Rey celebró su coronación en compañía de su familia con una misa privada en la capilla del Palacio de la Zarzuela. En esta ocasión fueron voces de signo contrario a las anteriores las que se rasgaron las vestiduras, considerando que no es propio de un país aconfesional que el Jefe del Estado asista a un acto religioso en un edificio público para celebrar su ascenso al trono. Una vez más, creo que la crítica está fuera de lugar. Guste más o guste menos, parece que el nuevo Rey es católico (como la mayoría de sus conciudadanos) y tiene perfecto derecho a celebrar privadamente su entronización como le venga en gana. Una cosa es eliminar el perfil confesional en los actos públicos de coronación, y otra cuestionar la posibilidad de que el monarca participe en una misa de acción de gracias de acuerdo con sus creencias personales.

En tercer lugar, el mundo político y el eclesiástico volvieron a cruzar sus caminos también en Tarragona. La dirección local del PP, siguiendo su estrategia de comunicación basada en lograr que hablen de uno aunque sea mal, planteó una polémica campaña que presuntamente buscaba acabar con las mafias que explotan a mendigos en nuestra ciudad. No soy ningún experto en políticas de comunicación, pero cuando se afronta un tema tan sensible hay que tener un esquema argumental perfilado y acatarlo con disciplina: dejar claro que el enemigo son los mafiosos y no los mendigos, no pronunciar ninguna frase que pueda interpretarse como un ataque a los sin techo, incluir en la iniciativa algunas medidas para proteger a los menos favorecidos, etc. El hecho es que la campaña del PP fue un desastre mediático, tanto que fue calificada de “lamentable y penosa” por el director adjunto del ABC, que no es un peligroso bolivariano precisamente. La propuesta tampoco fue bien recibida por la Iglesia, tanto en sus organizaciones de ayuda a los necesitados (el presidente local de Cáritas la consideró “inapropiada”) como en el propio arzobispado (Jaume Pujol declaró que estas iniciativas "no ayudan a dar ejemplo, a ser una sociedad más humana, que es el mensaje de Jesús"). Esta contestación resultó perfectamente coherente con la doctrina social de la Iglesia y absolutamente legítima desde el punto de vista de la libertad de expresión. Lo que me pareció llamativo fue el apoyo que la intervención de Mn. Pujol concitó entre algunos dirigentes de la izquierda local, esos mismos que mandan callar a los obispos cuando hablan del aborto.

Por último, me gustaría plantear una pequeña reflexión sobre la afición de nuestros políticos a participar corporativamente en las procesiones religiosas, un fenómeno que recuerda a tiempos afortunadamente superados y que volvió a ponerse de manifestó con motivo de la celebración del Corpus Christi. Parece lógico que formen parte de estas comitivas las autoridades eclesiásticas, los representantes de las cofradías… pero ¿los políticos? Más allá del argumento basado en la mera tradición (el mismo que justificaba el lanzamiento de cabras desde los campanarios) me pregunto qué pinta un pelotón de concejales, en un país aconfesional, desfilando detrás de una custodia procesional. Lo reconozco: no es la primera vez que escribo sobre mi aversión a las sotanas en las sedes de gobierno y a los políticos en los primeros bancos de las catedrales, especialmente cuando gran parte de ellos no pisa una iglesia ni por casualidad. ¿Por qué hemos de perpetuar esta farsa? Soy consciente del limitado respaldo social a este planteamiento, al menos de momento, pero no descarto que en el futuro los políticos que deseen asistir a estos eventos lo hagan como lo hacemos el resto de creyentes, que es lo razonable. Y si quieren lucir palmito por las calles de la ciudad, que monten todos juntos una carroza en el próximo Carnaval.

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