El insoportable peso de los matices

Publicado en el Diari de Tarragona el 15 de junio de 2014


La lógica del ciclo electoral y el fin de la recesión auguraban un 2014 políticamente plano. Craso error. Hace menos de un mes parecía evidente que el rey jamás abdicaría con el caso Nóos aún abierto, los buenos datos económicos de abril llevaban al PP a dar por superada la fase crítica de la crispación social, los socialistas intuían que podrían capitalizar el descontento ciudadano para frenar su caída libre electoral y reforzar el péndulo bipartidista, y en Catalunya diversos factores sugerían que quizás se estuviera abriendo una puerta al entendimiento (cambios de línea editorial, receptividad madrileña a la reforma constitucional, consolidación de la tercera vía, llamamientos multilaterales al diálogo sin apriorismos). Dos semanas después apenas queda nada de todo esto.

Conviene analizar la secuencia de acontecimientos derivados del terremoto electoral europeo. El dominó comenzó con el golpe mortal que los partidos de extrema izquierda asestaron al PSOE, un trasvase que venía a demostrar que el optimismo popular por la recuperación económica no estaba llegando a la calle. A los pocos días Rubalcaba asumió el fiasco y dimitió, abriendo la caja de Pandora de una renovación que se antojaba incontrolada (tanto es así que la triunfadora Susana Díaz no se ha atrevido a dar el salto a Madrid y ha terminado refugiada en Sevilla, sabedora de que los socialistas andaluces seguirán ganando a perpetuidad pase lo que pase, visto el nulo efecto electoral del escandaloso caso de los ERE). En consecuencia, el respaldo del PSOE a la monarquía dejaba de estar garantizado, sobre todo porque el desmesurado crecimiento de IU y Podemos invitaba a algunos socialistas a intentar recuperar terreno electoral por su izquierda. La prevista abdicación real se precipitó en el tiempo (Felipe VI recibirá la corona con la institución hecha unos zorros) y CiU se vio obligada a posicionarse en el Congreso sobre una cuestión tan simbólica como la sucesión borbónica, justo después de haber perdido el liderazgo electoral catalán en beneficio de ERC. Parece que una parte sustancial de Unió prefería votar afirmativamente, pero CDC impuso sus tesis y la federación nacionalista se autoexcluyó del llamado consenso constitucional. Duran i Lleida acató la decisión pero amagó con dimitir, un gesto que augura el fin de un largo viaje compartido. Paralelamente, el socialista Pere Navarro, desfondado por el acoso de los críticos y deslegitimado por el fracaso de las europeas, decidió esta semana tirar la toalla en un PSC ahora más desnortado que nunca. En resumen, en dos semanas, todo patas arriba.

Evidentemente, sería excesivo atribuir todos estos acontecimientos exclusivamente a los comicios europeos: el respaldo popular a Juan Carlos I caía en picado desde hacía años, el desencanto social venía acumulándose desde el inicio de la recesión, el repunte de las candidaturas de extrema izquierda era su efecto necesario, la crisis interna del PSC era una esquizofrenia larvada que emergió con la Diada de 2012, y los problemas domésticos de CiU son más antiguos que ir a pie. Siendo todo ello cierto, lo que resulta innegable es que las elecciones del pasado 25 de mayo sido la chispa que ha encendido la mecha de un explosivo antiguo, precipitando una serie de cambios con un factor común: la radicalización.

Como se ha comentado hasta la extenuación, los contextos de crisis aguda suelen provocar en los ciudadanos el deseo de ruptura con un modelo al que responsabilizan, con mayor o menor fundamento, de todos sus males. El escrutinio europeo ha vuelto a demostrar que el sufrimiento colectivo es el germen que hace brotar y crecer los populismos de todo tipo (ultraderechistas, ultraizquierdistas, ultranacionalistas…) pues gran parte de los individuos que padecen en sus carnes una crisis como la actual no desean escuchar razonamientos matizados sobre la coyuntura política, sino mensajes simples y voluntaristas que apunten a un destino ilusionante capaz de acabar con sus penas. La Europa contemporánea tiene un largo y triste historial en este sentido. No hay nada más fácil que ser radical cuando cunde la desesperanza. Este estado de opinión suele resultar especialmente perjudicial para dos tipos de partidos: los que la ciudadanía identifica con el propio sistema (en España, PP y PSOE) y los que intentan ocupar posiciones cercanas a la centralidad (en Catalunya, Unió y PSC).

La inestabilidad que están mostrando últimamente los líderes socialistas y democristianos demuestra que el suyo es un papel muy complejo en la actual tesitura. Las épocas convulsas centrifugan la opinión pública hacia los extremos, y son pocos los líderes con el valor necesario para mantenerse fieles a su vocación moderada, matizando los planteamientos simplistas que nos acorralan. A nivel español, existe el riesgo evidente de que el PSOE intente recuperar espacios compitiendo directamente con el nuevo Pablo Iglesias, una estrategia que el PP debería celebrar pues le permitiría ocupar el centro sociológico sin apenas oposición. Por su parte, PSC y Unió tendrán que decidir en Catalunya si mantienen su apuesta por el modelo federal o si se dejan arrastrar por la marea independentista, un giro tentador pero de consecuencias imprevisibles al dejar huérfanas dos grandes bolsas electorales: el centro catalanista moderado y la izquierda no soberanista.

En nuestros parlamentos podemos encontrar grandes políticos que tienen claro su proyecto, y politiquillos de medio pelo que bailan al son de la última encuesta. Nunca debe despreciarse la opinión del momento, pero difícilmente ofrecerá una imagen fiable quien cambia de rumbo dependiendo del viento.

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