Ya van tarde

Publicado en el Diari de Tarragona el 23 de marzo de 2014


A lo largo de esta semana hemos padecido una nueva remesa de sondeos sobre el proceso soberanista. Esta vez han sido los siempre fieles cocineros del CEO y una consultora pagada por el PP de Tarragona los que han salido a la calle a buscar ciudadanos que confirmen sus tesis. Como era de prever, el centro dependiente de la Generalitat ha concluido que más del 60% de los tarraconenses son partidarios de la independencia, mientras el trabajo de los populares reduce esa cifra por debajo del 40%. Para cualquier observador sin orejeras ideológicas, confiar en los estudios del CEO requiere la misma dosis de ingenuidad que se necesita para fiarse de los pronósticos de Montoro sobre la capacidad de nuestra economía para asombrar al mundo (recordamos que fue este organismo el que predijo una mayoría absoluta de Artur Mas en las últimas autonómicas, uno de los mayores ridículos de la prospección electoral de los últimos tiempos). También resulta sospechoso el tiempo transcurrido desde que se realizó la encuesta hasta el momento de su publicación: todos sabemos que la buena cocina necesita su tiempo, pero tres meses de cocción han logrado que el resultado pierda todo su sabor. La misma credibilidad debería esperarse del sondeo patrocinado por el PP local (en el que llamativamente no existen indecisos, un dato verdaderamente asombroso), pues todos sabemos que las encuestas por encargo siempre barren para casa: qui paga, mana.

Salvando a los incondicionales de uno y otro lado, predispuestos a creer sólo los datos que cuadren con su imaginario político, supongo que el resto podríamos estar de acuerdo en que el proceso independentista ha dividido a la sociedad catalana en dos mitades aproximadamente, una de ellas sumamente compacta (los partidarios de la secesión) y la otra mucho más variopinta (autonomistas, federalistas, confederalistas, centralistas, etc.). Al margen de diferencias porcentuales, ambos estudios parecen certificar que, si no se ofrece una alternativa, el independentismo ha venido para quedarse. Algunos estrategas españoles siguen soñando con un soberanismo desinflado por el mero paso de los meses, pero lo sueños sueños son, y la sordera monclovita ante algunas razonables demandas catalanas no hará sino avivar progresivamente el mar de fondo.

En mi opinión, uno de los principales errores que se están cometiendo al analizar el fenómeno soberanista, tanto desde la órbita independentista como desde la autonomista, consiste en no diferenciar dos aspectos fundamentales del proceso: el procedimiento político y el sustrato social que lo alimenta. Ambos factores se interrelacionan pero no van necesariamente de la mano, un matiz que los máximos representantes de ambos polos parecen no percibir.

El soberanismo repite con vehemencia que el deseo mayoritario de un pueblo no puede ser ignorado por la realidad política, una bonita frase que todos compartiríamos si no fuera porque la historia la ha desmentido con cruel reiteración. Históricamente, entre los innumerables pueblos que han reclamado el reconocimiento de su realidad nacional, sólo unos pocos han logrado materializar su anhelo. Si analizamos comparativamente los procesos secesionistas de nuestro entorno, podemos concluir que actualmente la viabilidad empírica de una ruptura territorial sólo se alcanza cuando concurre alguna de las tres circunstancias siguientes: cuando existe un procedimiento legal acordado para llevarla a cabo (sería el caso de Escocia, Quebec, Eslovaquia…), cuando la parte escindida cuenta con el apoyo incondicional de una superpotencia (pensemos en los apadrinamientos EEUU-Kosovo y Rusia-Crimea), o cuando existe una mayoría prácticamente unánime capaz de reventar el statu quo (el caso paradigmático serían las repúblicas bálticas). Para bien o para mal, el proceso catalán no cuadra en ninguno de los tres supuestos: no existe un procedimiento de independencia admitido por las partes, ninguna gran potencia va a enfrentarse con España para reventar su integridad territorial, y tampoco se ha logrado internamente un respaldo aplastante a la secesión, al menos de momento. Observando el asunto desde una óptica estrictamente posibilista la cosa no pinta bien.

Paralelamente, la constatación de la problematicidad del procedimiento político parece contentar a las autoridades españolas, que se conforman con mantener una Catalunya sometida y no convencida, olvidando que el sustrato social permanece intacto. Parece que al Gobierno le trae sin cuidado el deseo de independencia, y lo único que le preocupa es evitar la independencia misma. Por ello se insiste desde Madrid en que un referéndum unilateral (no digamos una DUI) sería inconstitucional. Vale. ¿Y bien? ¿Acaso la prohibición de la consulta calmará las demandas políticas de una gran parte de la sociedad catalana? Más bien todo lo contrario.

Es imposible adivinar cómo acabará el proceso, pero parece evidente que la preservación de la cohesión social exigirá el entendimiento entre los diferentes planteamientos que se proponen para el futuro político de Catalunya. La situación es compleja, casi paradójica, pues el independentismo avanza mientras un 72% de los catalanes siguen sintiéndose también españoles según el propio CEO. Habrá que negociar, y todas las partes tendrán que ceder. La alternativa al acuerdo será el triunfo del maximalismo, ya sea independentista o inmovilista, una perspectiva sumamente inestable a medio plazo pues generará una tremenda frustración en la mitad de la ciudadanía. Últimamente se rumorea que los movimientos de acercamiento darán comienzo después de las elecciones europeas y antes de la Diada. Quizás nuestros dirigentes estén todavía a tiempo de plantear un nuevo marco asumible para la gran mayoría de la sociedad catalana, pero nos acercamos peligrosamente al punto de no retorno.

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