Expolios

Publicado en el Diari de Tarragona el 2 de marzo de 2014


Hace apenas cinco o seis años, cuando más encantados estábamos de habernos conocido, la mayor parte de los países occidentales descubrimos de golpe que nuestra prosperidad tenía los pies de barro. El caso español fue paradigmático, pues en apenas unos meses pasamos de disfrutar de amarre privado en el puerto del G8 a vender kleenex en los semáforos de la economía global. Esta bofetada histórica propició la búsqueda desenfrenada de responsables a los que atribuir nuestras repentinas desgracias. Así, en los países mediterráneos renacieron las suspicacias hacia Alemania por su imperialismo económico, entre los ciudadanos catalanes se generalizó la convicción de que España vampirizaba sus recursos, y las organizaciones de izquierda atribuyeron a la banca la depredación de la riqueza del país.

En mi opinión, estos tres movimientos tienen un fundamento real incuestionable, pero debe remarcarse que todos ellos reciben el aliento de diferentes grupos políticos que consiguen de este modo dos efectos colaterales interesados. En primer lugar, logran justificar su actuación reciente (los primeros encubren los excesos vividos en el sur de Europa durante los últimos años, los segundos enmascaran la nefasta gestión financiera de la Generalitat, y los terceros camuflan el agotamiento del proyecto económico socialista). La segunda consecuencia beneficiosa para estos partidos es el ocultamiento del que es, desde mi punto de vista, el mayor expolio que padecemos los ciudadanos: la insaciable voracidad de un aparato público desmesurado que sólo vive para sí mismo y para su perpetuación, un saqueo que cuenta con la complicidad de todas las formaciones políticas, y que ha quedado de nuevo en evidencia tras declararse judicialmente ilegal el mal llamado céntimo sanitario.

Les voy a proponer un ejercicio muy sencillo para hacernos una idea del lastre que soportamos los asalariados de este país: vamos a analizar, de forma aproximada, qué parte del dinero que gasta una empresa española en cada empleado termina finalmente en las arcas públicas. Partiremos del coste salarial promedio español, que hoy día ronda los 28.000€ anuales. Para empezar, de esta cantidad debemos restar de media un 30% de la base cotizable que aporta la empresa a la Seguridad Social: nos quedan 21.500€ de salario bruto. De ahí se deben rebajar las cotizaciones que corresponden al trabajador, un 6,4%, de modo que ya sólo nos quedan 20.124€. De esos ingresos, el trabajador abonará en concepto de IRPF un tanto por ciento del total, una cifra que en este caso rondaría los 4.000€ (sumando retenciones y cuota final): nos quedan 16.124€. Pagada la renta, el empleado utilizará ese dinero para comprar comida, ropa, transporte… lo que conlleva un recargo de IVA. Teniendo en cuenta los diferentes tipos de este impuesto y que quizás no lo gaste todo, podemos considerar que dedicará aproximadamente a este fin el 10% del remanente anterior: nos quedan 14.511€. Es decir, que de los casi cinco millones de las antiguas pesetas que gastó la empresa en el trabajador, a éste ya le quedan poco más de dos. Con los rescoldos de esa nómina también pagará los tributos municipales (IBI, circulación, tasas…) y los impuestos especiales (5% de electricidad, 43% de gasolinas, 70% de tabaco…). Y recemos para que durante este ejercicio no tenga que matricular un coche (más impuestos), hacer obras en casa (más impuestos), transmitir una propiedad (más impuestos), etc. Como resultado de todo lo anterior, suele considerarse que un trabajador medio español aporta a las arcas públicas el 65% de su coste salarial. Supongo que se les habrá quedado la misma cara que a mí.

Es cierto que una parte de esas aportaciones (cada vez menor) retorna después a los ciudadanos por diferentes vías: educación, sanidad, pensiones, seguridad… Sin embargo, una importantísima proporción de esos fondos se dedica exclusivamente a abrevar un aparato público manifiestamente desproporcionado. Hace tres décadas España tenía ochocientos mil funcionarios con una población de treinta y siete millones de habitantes: hoy somos cuarenta y cinco, y el número de trabajadores públicos supera los tres millones. Hace un par de años, en la fase crítica de la crisis, el gobierno perdió la oportunidad histórica de replantear globalmente nuestra estructura institucional: eliminar las diputaciones y transferir sus funciones a las autonomías, reducir drásticamente el número de ayuntamientos, clausurar miles de empresas públicas estériles y deficitarias, eliminar duplicidades competenciales, etc. Sin embargo, el ejecutivo entrante (con la connivencia del resto de la clase política) decidió mantener las cosas prácticamente como estaban para no enfurecer a su legión de colocados ni a los sindicatos de funcionarios. Ese error, totalmente consciente, supuso hundir el consumo y ahogar a una gran parte del sector productivo, que tuvo que seguir costeando esa elefantiásica burocracia institucional pese a la práctica inexistencia de actividad económica. Para colmo, un reciente estudio destaca que el peso proporcional del empleo público sigue creciendo en nueve comunidades autónomas, siete de ellas gobernadas por el presuntamente liberal Partido Popular.

Las medidas anunciadas por Mariano Rajoy el pasado martes apuntan en la buena dirección: reducción de cotizaciones sociales, ampliación de mínimos exentos tributarios, etc. Sin embargo, la enfermedad sigue ahí. Para que nos hagamos una idea, el conjunto de administraciones españolas logró su record histórico de recaudación en 2007 (433.000 MEUR) y el año 2012 el aparato público gastó 450.000 MEUR. ¿Estamos locos? Probablemente sí. Nos dedicamos a barrer hacia adelante, proponiendo pequeños parches efectistas que no solucionan el problema de fondo. Lo pagarán nuestros hijos.

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