Las olas de Crimea

Publicado en el Diari de Tarragona el 23 de marzo de 2014


La diplomacia española lleva varias semanas intentando vincular el conflicto catalán con la insurrección prorrusa que se ha desatado en el oriente ucraniano tras el derrocamiento del presidente Yanukovich. La oposición frontal de los EEUU y la UE al referéndum que hoy se celebra en Crimea está siendo aprovechada por la Moncloa y su entorno mediático para certificar la ilegalidad de la consulta convocada en Catalunya para el próximo 9 de noviembre, una comparación que desde el soberanismo se intenta evitar a toda costa. Artur Mas sabe perfectamente que la única posibilidad de que el proceso catalán no descarrile pasa por obtener significativos respaldos internacionales en occidente, algo que hasta la fecha brilla por su ausencia, y lo último que necesita es que lo alineen con el belicoso Putin y el corrupto Yanukovich.

Ciertamente, cualquier comparación entre los casos catalán y crimeo resulta ridícula. El primero busca la creación de un nuevo estado independiente, mientras el segundo aspira a integrarse en Rusia. El primero ha hecho de los medios pacíficos su leitmotiv, mientras el segundo está logrando sus objetivos gracias al apoyo de un ejército extranjero perfectamente identificable, por mucho que avance desprovisto de distintivos visibles. El primero amaga con rebelarse contra un gobierno legítimamente constituido y unánimemente reconocido como el español, mientras el segundo se enfrenta a un ejecutivo “irregular” como el deArseni Yatseniuk. El primero persigue un modelo político ex novo, mientras el segundo reclama volver a la situación previa a febrero de 1954, cuando Nikita Jruschov regaló la península a la República Socialista Soviética de Ucrania. El primero lucha contra la realidad geoestratégica de su entorno (la UE es cobarde, como el dinero, y no le gustan las inestabilidades) mientras el segundo tiene detrás a uno de los principales primos de Zumosol de la actual esfera internacional. El primero no arrastra problemas de carácter étnico, mientras el segundo es el fruto de los juegos de mesa de Stalin entre las comunidades ucraniana, tártara y rusa. Y así hasta el infinito.

Podríamos estar horas comprobando que el caso catalán y el crimeo se parecen como un huevo a una castaña. Sin embargo, una cosa es que ambos procesos apenas tengan puntos en común, y otra muy distinta que se desarrollen en compartimentos estancos. Puede que la tempestad que se ha desatado en el mar Negro genere unas olas que terminen llegando hasta nuestras costas.

Indudablemente, ambos procesos derivan de una problemática tan antigua como el propio concepto de nación: las estructuras políticas que no reflejan las identidades colectivas suelen resultar históricamente inestables. Sólo un dictador como Jruschov pudo pensar que el reparto arbitrario de territorios y sus poblaciones no tendría consecuencias a medio plazo. Del mismo modo, la tendencia española a posponer la resolución de los problemas, esa praxis que Mariano Rajoy ha convertido en toda una forma de vida, ha impedido hasta la fecha la creación de un marco político que permita aspirar a una cierta calma territorial. Los ponentes de la constitución atisbaron acertadamente que una solución definitiva a estas tensiones pasaba necesariamente por el establecimiento de un modelo asimétrico basado en la diferenciación entre nacionalidades y regiones. Sin embargo, el café para todos acabó con esa esperanza y desde entonces pisamos un suelo que tiembla con inquietante regularidad. Algunos podrán negarse a ver lo que es evidente, pero mientras no traslademos al marco institucional el sentimiento nacional de determinadas comunidades, seguiremos muy lejos de un modelo político medianamente cerrado. La realidad no se cambia a golpe de decreto, y el compromiso estable de pertenecer a una entidad política más amplia sólo se logra por adhesión, nunca por obligación.

Al compartir un mismo problema de fondo, no es extraño que los movimientos soberanistas de Crimea y Catalunya hayan acudido en el plano teórico a una misma máxima para legitimar sus pretensiones políticas: “ningún marco legal puede impedir el derecho de un pueblo a decidir democráticamente su propio futuro”. Hasta hace un mes, esta afirmación podía lograr cierta receptividad en algunos círculos internacionales, pero la desmembración ucraniana puede haber truncado el intento soberanista de internacionalizar sus aspiraciones, al haber obligado a los organismos occidentales a tomar postura en esta cuestión frente al expansionismo ruso.

Veamos unas cuentas declaraciones oficiales al respecto. Consejo Europeo: “la decisión de Crimea de celebrar un referéndum sobre el futuro estatus de su territorio es contrario a la Constitución ucraniana y, por tanto, ilegal". Eurocámara: “el referéndum en Crimea es ilegítimo e ilegal porque contraviene la Constitución ucraniana y el Derecho Internacional”. Obama: “mi gobierno apoyará a Ucrania para asegurar su integridad territorial y no reconocerá el resultado del plebiscito por ser ilegal, ya que según la Constitución ucraniana debería votar todo el país”. Merkel: “el referéndum del 16 de marzo es ilegal”. G-7: “el referéndum supone una violación directa de la Constitución de Ucrania y del Derecho Internacional”. Después de estos unívocos y contundentes posicionamientos, ¿cómo va a solicitar Artur Mas apoyo internacional para un referéndum de independencia contrario a la Constitución española? Como no recurra a Putin…

Resulta tan engañoso comparar la independencia unilateral de Crimea y la consulta soberanista catalana, como negar la influencia que causará la primera en la acogida internacional a la segunda. En el ámbito internacional los precedentes pesan mucho, como le recordaron a Angela Merkel este jueves en el Bundestag. Y si son tan recientes, todavía más.

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