Flores secas

Publicado en el Diari de Tarragona el 30 de marzo de 2014


No sé si España es un buen lugar para vivir, pero desde luego es el mejor sitio para morir. Los difuntos ibéricos medianamente destacados tienen garantizado el reconocimiento social a través de las personalidades públicas más representativas, auténticas plañideras que encarnan el supuesto dolor colectivo. Hay que ser rematadamente malo para perder el derecho al panegírico masivo. Un manto de correcta desmemoria permite que quienes fustigaron sin piedad al difunto mientras estaba vivo no tengan el menor reparo en ocupar el primer banco de la iglesia para secarse sus inexistentes lágrimas. Si además el que nos deja simboliza la mala conciencia de todo el país, como en el caso de Adolfo Suárez, entonces la necrofilia hispánica estalla en todo su apogeo.

El día en que el desaparecido presidente alcanzó la jefatura del gobierno yo apenas tenía cinco años, así que es poco lo que puedo aportar por experiencia propia. El anagrama de la UCD acude a mi memoria unido a vagos recuerdos de primera infancia: los pantalones cortos, los dos rombos, los Phoskitos, las malditas vacaciones Santillana... Mi conciencia de Suárez como actor político llega con el CDS, aquel proyecto frustrado en que él y Agustín Rodríguez Sahagún, convertidos en una especie de Leoncio y Tristón, intentaron infructuosamente que los españoles dieran un voto de confianza al centro moderado. Tras el fracaso llegó la vida oculta, apenas interrumpida por algunas esporádicas apariciones. Y luego, fundido a negro. Poco supimos del Suárez del Alzheimer. Acaso una visita del rey, que fue recibido por el expresidente con una curiosa pregunta: ¿Ha venido usted a pedirme dinero? Los medios de comunicación dedujeron lógicamente que aquella frase demostraba que el enfermo había perdido definitivamente la memoria, aunque pensando en su interlocutor cabría defender una interpretación un poco más imaginativa y malévola que intuyese la permanencia de algunos destellos de lucidez.

Durante esta semana ya se ha dicho todo lo que se podía decir sobre Adolfo Suárez, un político mal recibido, mal aceptado, y mal despedido. El diario El País daba la bienvenida al nuevo presidente dedicándole un artículo de Ricardo de la Cierva con un título demoledor: “¡Qué error, qué inmenso error!”. El rey y Fernández Miranda frustraron los pronósticos que circulaban por los mentideros de la Villa y Corte (Areilza o Fraga) y aprovecharon el osado pragmatismo de Suárez para lograr lo que parecía imposible: transitar de la dictadura a la democracia sin romper el país por la mitad. Como señala José Antonio Zarzalejos, es probable que Suárez fuera un personaje meramente instrumental, pero me permito añadir que un mal instrumento hace estéril la habilidad del mejor artesano. Pese a las innumerables muestras de veneración que hoy llegan desde todos los ámbitos, su presidencia fue un linchamiento político en toda regla: la izquierda de González practicó una oposición brutal, la derecha de Fraga lo consideró un traidor, los nacionalistas tardaron poco en darle la espalda, e incluso los suyos comenzaron a moverle la silla nada más llegar. Él era consciente de su situación, que denunciaba con desconsuelo en una entrevista que Josefina Martínez del Álamo le hizo en 1980: “Soy un hombre absolutamente desprestigiado. Yo sólo digo que me juzguen por mis obras, que no son todas deleznables”. Dos meses después, tras percibir que ni siquiera contaba con el respaldo del monarca, dimitió.

La figura de Adolfo Suárez representa, al menos para mí, la viva imagen de la soledad. Llegó al poder sin respaldo popular ni mediático, lo ejerció sin apoyos internos ni externos, tuvo que marcharse por la puerta de atrás, intentó volver con un proyecto que los españoles despreciaron, enviudó joven, y pasó la última década recluido en su casa, abandonado incluso por sus propios recuerdos. Gracias a Pitu Tarrasa conocemos las amargas palabras que, envueltas en una sonrisa, pronunció el expresidente mientras numerosas personas se acercaban a su mesa para mostrarle su admiración durante una comida en Sol-Ric: “¿Pero dónde estaba toda esta gente cuando me presenté por última vez a las elecciones?”.

Suárez tenía un objetivo, la restauración de la democracia, y un método, el del consenso. El primero se logró y el segundo ha caído en desuso. El quimérico objetivo de pactarlo todo suele paralizar la acción de gobierno, pero el puro juego de las mayorías ha convertido nuestra democracia en un modelo sin poso que revienta con cada cambio de ejecutivo, un fenómeno acentuado por el creciente poder de los partidos políticos que convierten sus intereses y no los colectivos en el centro de la actividad pública. “La controversia, el debate, el disentimiento y el conflicto no constituyen una patología social”, tal y como declaró el propio Suárez al recoger el premio Príncipe de Asturias. Sin embargo, las cuestiones básicas que sobreviven a los gobiernos (por ejemplo, el sistema educativo) deberían disfrutar de un grado de consenso entre partidos y territorios que permitiese su supervivencia a medio plazo.

Sería bonito pensar en las coronas de flores que nuestros dirigentes colocaron sobre el féretro de Suárez como un símbolo de su compromiso para asumir el talante pactista del aquel joven abogado de Ávila. Me cuesta imaginarlo. Mucho me temo que hemos asistido a un homenaje puramente estético, de falsa contrición para calmar la mala conciencia colectiva. Esas flores ya estaban secas antes de posarse sobre el ataúd del que fue probablemente el mejor presidente de nuestra democracia.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El beso

Una moto difícil de comprar

Bancarrota