Democracia y diálogo

Publicado en el Diari de Tarragona el 22 de diciembre de 2013


Hace unas semanas leí una interesante reflexión que resulta especialmente oportuna en los momentos que corren. El autor invitaba a superar nuestra tendencia a considerar el debate un medio para convencer a los demás, señalando que si al final de un intercambio de ideas seguimos pensando exactamente lo mismo que al principio, entonces el debate habrá sido un fracaso para nosotros mismos. Esta actitud de apertura al argumento del contrario contrasta radicalmente con el espectáculo que la cuestión soberanista está ofreciendo desde los púlpitos políticos y periodísticos.

Aunque los insultos gruesos (por ejemplo, la comparación con el nazismo) se han convertido en incidentes meramente anecdóticos, existe un calificativo que activistas de ambas orillas lanzan a diario contra el planteamiento contrario: antidemocrático. Esta última semana hemos podido escuchar a conocidos dirigentes con posturas antagónicas condenando las pretensiones contrarias con el mismo y poco amigable adjetivo (por ejemplo a Aznar refiriéndose a la consulta, o a Mas hablando del principio de soberanía contenido en la Constitución).

Aunque pueda sonar un tanto ingenuo, me gustaría aportar mi granito de arena al reto de oxigenar este debate, exponiendo por qué considero que este calificativo no tiene razón de ser en la polémica que nos ocupa.

Por un lado, como decía, la incompatibilidad de nuestro régimen constitucional con una eventual soberanía catalana no deja de recibir los dardos de los partidos independentistas. Sostienen éstos que la negativa gubernamental a reconocer el derecho catalán a decidir su futuro demuestra el carácter antidemocrático del modelo vigente: “no dejan que la gente vote, el acto más democrático que existe”. Soflamas de este tipo, tan electoralmente rentables como argumentalmente demagógicas, ocultan una realidad demoledora: ninguna constitución en el mundo otorga a sus territorios integrantes el derecho a independizarse unilateralmente. ¿Acaso Junqueras y Mas son los únicos verdaderos demócratas del planeta? Es cierto que últimamente se han planteado consultas en diversos territorios (Escocia, Quebec…) pero estas convocatorias jamás han derivado de un reconocimiento genérico de soberanía, sino de un acuerdo con el gobierno central: en definitiva, no han sido un acto soberano del territorio independizable, sino una convocatoria puntual autorizada por el Estado.

La democracia sin ley no es democracia sino la jungla, y los marcos normativos están para respetarse. La Constitución fue respaldada en referéndum por el 90% de los catalanes, y negar su validez porque la mayoría de los actuales ciudadanos no la votaron es el argumento más pobre que he oído en los últimos años. Por esa regla de tres, carecerían de legitimidad todas y cada una de las constituciones de las grandes democracias occidentales.

La capacidad de Catalunya para convocar un referéndum de autodeterminación no está en el ámbito de lo democrático sino de lo competencial. ¿Acaso la Generalitat permitiría que los ciudadanos de Tarragona votásemos un cambio de nuestro modelo educativo? Evidentemente no, y no porque el Govern sea antidemocrático, sino porque el ordenamiento no permite a los municipios decidir sobre el plan de estudios escolar. Del mismo modo, la Constitución atribuye al conjunto de España y no a sus partes la competencia para decidir sobre su integridad territorial, algo que no tiene nada que ver con ser demócrata o no.

Sin embargo, también cabe analizar el problema desde la óptica contraria. Los defensores del actual modelo señalan que España es un país democrático cuya régimen constitucional impide la segregación unilateral de sus territorios integrantes. Efectivamente. Lo que no dicen, por ejemplo, es que esta Constitución fue elaborada bajo un innegable ruido de sables que limitó su alcance. Algunos de sus ponentes han reconocido que contenidos sustanciales de la misma (por ejemplo, la negativa a llamar estados federados a las comunidades autónomas) vinieron condicionados por el peligro a una revuelta del ejército franquista que truncase la transición. ¿Puede utilizarse como argumento contra la mayoría soberanista el refrendo popular de un texto maniatado por los militares, y que fue planteado a la ciudadanía como un todo o nada? Yo diría que no.

Por otro lado, el ejemplo escocés y quebequés demuestra comparativamente que es posible articular una salida a las aspiraciones nacionales de vascos y catalanes, aunque el sistema no lo prevea expresamente. La democracia sin ley no es nada, insisto, pero un ordenamiento que no es capaz de amoldarse a la realidad está abocado al fracaso. El soberanismo coquetea con la ilegalidad, cierto, pero no porque sea un movimiento esencialmente antidemocrático, sino porque el actual sistema se empeña en negarle una alternativa que sí ha existido en otros países. Es una cuestión de voluntad política, no de imposibilidad jurídica, cuya resolución evidenciará si el resto de España desea que Catalunya siga en su seno por adhesión o por sumisión.

La política se juega en el terreno de las opiniones, pero los extremos de ambos bloques están demostrando que prefieren disputar este partido en el campo de las verdades cuasirreligiosas. Y la política es también el arte de lo posible, por lo que convendría asumir que resulta tan inviable el intento de reventar alegremente la integridad territorial de un país como España, como aspirar a retener contra su voluntad a unos pueblos con un sentimiento nacional incuestionable. Como ha destacado recientemente Financial Times, no queda otro camino que la negociación en un entorno de verdadero diálogo. La única postura nítidamente antidemocrática en este debate es tachar de antidemócratico al que piensa de forma diferente.

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