Aquí está la Navidad

Publicado en el Diari de Tarragona el 15 de diciembre de 2013


Aunque desde el punto de vista litúrgico el tiempo navideño arranca el primer domingo de Adviento, la progresiva secularización de estas celebraciones ha alterado la percepción sobre el momento preciso de su inicio. De hecho, ya no existe un disparo de salida concreto que marque el comienzo de estas fiestas, sino que se va imponiendo una suerte de escalera con diversos peldaños que debemos ir transitando hasta alcanzar la cumbre el 25 de diciembre.

El punto de partida, cada vez más tempranero, es la instalación de las luces navideñas en nuestras calles. La tendencia a adelantar esta labor ha provocado que, cuando todavía vamos con bermudas y olemos a aftersun, la ciudad esté ya infestada de renos y muñecos de nieve. Es ésta una sensación que puede resultar familiar para un australiano pero que a los nativos nos llena de desconcierto, una especie de jet lag estacional que nos visita cada octubre como el fantasma de las navidades futuras.

Casi sin darnos cuenta, con el paso de las semanas, vamos percibiendo que los anuncios de juguetes y perfumes comienzan a invadir la parrilla televisiva. Pocos días antes de que el técnico de la compañía del gas venga a revisarnos la calefacción, es más que probable que nos sorprendamos a nosotros mismos canturreando en la ducha el jingle de alguna muñeca que camina y balbucea frases de siniestra candidez.

De forma paralela e imperceptible, los gorros de Papá Noel comienzan a multiplicarse en las cabezas de todo tipo de trabajadores: camareros de hamburguesería, cajeros de hipermercado, dependientes de los más variados comercios… ¿Qué han hecho ellos para merecer esto? El termómetro no baja de veinte grados pero hay que ponerse el gorrito de marras, con ese fieltro rojo que debe de abrasar los sesos… Mejor que no les pregunten su opinión sobre los efectos de la globalización…

De todos modos, si hay un día clave en la Navidad laica que puede marcar el inicio de las fiestas, éste es sin duda el encendido de la decoración luminosa de El Corte Inglés: trineos, abetos, estrellas de Oriente… El gigante de la distribución, que nos convence cada año de que si no regalamos algo por San Valentín somos unos pésimos maridos, no puede dejar pasar la oportunidad de hacer lo propio en una época especialmente inclinada a la compra compulsiva, la necesidad creada y el regalo estéril: que tengan buenas fiestas y disfruten de sus compras.

Estamos en diciembre, ya hemos colocado el belén (con alguna gallina que duplica en altura a los pastores) y nos enfrentamos a un suceso mágico que todos nuestros paladares tienen grabado en su memoria sensorial: el primer bocado de turrón, el primer polvorón, el primer mazapán… Aunque hay quien reserva estos manjares hipercalóricos para las fiestas propiamente dichas, también estamos los golosos que somos incapaces de esperar tanto tiempo. Ya nos pondremos a régimen en enero.

Otro de los iconos de estas fechas es, indiscutiblemente, el anuncio de la Lotería de Navidad. Este año nos han privado del calvo soplador, y a cambio nos han regalado una peculiar parada de los monstruos que ha hecho hervir las redes sociales. No puedo creer que un tipo como Pablo Berger desconociera las repercusiones de la autoparodia involuntaria de Raphael o la aterradora actuación de Montserrat Caballé, digna de una snuff movie. Quién sabe si este grotesco engendro publicitario conseguirá que compremos más boletos, especialmente el año que competirá con el Nano Merkel de la Grossa... En cualquier caso, nunca dejará de sorprenderme el intento de presentar como “social” un fenómeno que constituye la antítesis de la redistribución, pues resta un poco de su exiguo patrimonio a millones de ciudadanos corrientes para entregárselo todo a unos pocos nuevos ricos. Ya llegará el día en que los veamos por televisión (ellos con chándal y legañas, ellas con batín y rulos) descorchando el champán más caro que había en el SPAR del pueblo.

Otro de los hitos de la gincana navideña son las comidas de empresa, un fenómeno que permitiría a cualquier sociólogo elaborar una sesuda tesis doctoral. Además de conocer a nuestros compañeros de trabajo fuera de su hábitat ordinario, estos encuentros permiten identificar a los comerciales de la vieja escuela, capaces de mantenerse en pie tras ingerir enormes cantidades de comida y bebida (lo que habitualmente les permite convencer a los aturdidos clientes que comparten mantel para que firmen lo que sea llegados los postres). Quien jamás haya sentido la irrefrenable necesidad de huir despavorido de una de estas comidas que levante la mano.

Al atravesar el ecuador de diciembre (es decir, ahora mismo) un extraño desasosiego suele comenzar a invadirnos, conscientes de todo lo que nos queda por hacer: organizar las comidas y cenas que se celebren en nuestra casa, concretar y adquirir los regalos pendientes, mandar las últimas felicitaciones por correo… Esta experiencia puede resultar tan estresante que provoca en algunos un deseo feroz por despertar a mediados de enero. Algo falla.

Vivamos o no la Navidad desde una perspectiva religiosa, quizás haya llegado el momento de replantearnos la forma en que afrontamos estas fiestas, un tiempo que debería servir para disfrutar de nuestras familias, y que poco a poco estamos convirtiendo en una auténtico vía crucis. Relajémonos, primemos la compañía sobre el fasto, e interioricemos que el mejor regalo es el calor de los nuestros. Yo lo intentaré.

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