Una puntualización

Publicado en el Diari de Tarragona el 29 de septiembre de 2013

La próxima celebración en Tarragona de la beatificación de medio millar de víctimas de la persecución religiosa que se desató en España en los años treinta ha generado una avalancha de opiniones a favor y en contra de dicho evento. El debate siempre es oportuno y creo que todos podemos salir enriquecidos del intercambio de ideas siempre que éste se produzca en un ambiente de respeto hacia los demás. Por lo que a mí se refiere, creo que mi opinión sobre el particular quedó meridianamente expuesta en el artículo que publiqué hace apenas dos semanas en este mismo medio (De dioses y hombres, Diari de Tarragona, 15 de septiembre de 2013) donde defendía la necesidad de analizar este acto desde una perspectiva netamente religiosa, sin caer en la fácil tentación de politizarlo todo.

Anteayer, viernes, leía tranquilamente en una cafetería un artículo de Joaquim Vallverdú Ripoll, en el que este sacerdote destacaba acertadamente que los mártires que serán beatificados el próximo día 13 serán llevados a los altares por haber dado la vida en defensa de sus creencias cristianas, no por haber sido víctimas de un bando o de otro. Seguía disfrutando de la lectura cuando, de pronto, pasó ante mis ojos un párrafo que me puso los pelos como escarpias: “Se sol mencionar que, en canvi, no es beatifiquen els 16 sacerdots que van morir a mans del bàndol nacional al País Basc. Els màrtirs són beatificats perquè van morir per la seva fe, no per una idea política. Ningú no ha prohibit a les diòcesis del País Basc presentar aquesta opció a Roma. Però, fins ara, no ho han fet. Aquells sacerdots o religiosos que van morir com a soldats lluitant a favor d’un dels dos bàndols podran ser herois, però mai seran màrtirs o beats. Aquest és el cas dels mossens que van morir lluitant a Navarra amb els requetés i amb els falangistes o dels esmentats anteriorment al País Basc”.

Vayamos por partes. Efectivamente, los sacerdotes que murieron a manos del bando franquista no lo hicieron por sus creencias religiosas, obviamente. Lo hicieron por otras causas que, siendo quizás legítimas, no se corresponden con las razones que llevan a declarar a una persona mártir de la Iglesia Católica. Hasta ahí, completamente de acuerdo. El problema llega cuando el articulista señala que estos curas vascos murieron luchando como soldados contra el bando nacional. Que me perdone el mosén, pero por ahí no paso. Me gustaría aportar, como botón de muestra, la historia del sacerdote José Joaquín Arín Oyarzábal, y lo haré porque fue una persona muy cercana a mi familia, tanto que fue él quien bautizó a mi madre en 1936. No sé si es procedente entrar en esta cuestión con una implicación emocional tan directa, pero hay ocasiones en que uno no puede ni debe callarse.

El padre Arín nació en Villabona en el año 1875, desde donde viajó a Vitoria para ingresar en el seminario de la capital vasca. Tras su ordenación sacerdotal fue nombrado párroco de la pequeña localidad guipuzcoana de Aretxabaleta, para serlo después de la parroquia de San Juan de Mondragón, población que me vio nacer hace ya cuatro décadas. Tras el golpe de estado franquista, las tropas del general Mola conquistaron rápidamente Guipuzcoa. Al entrar en el pueblo arrestaron a diecisiete personas y las enviaron a la prisión donostiarra de Ondarreta para ser fusiladas sin juicio previo. En aquel camión viajaban, entre otros, José Joaquín Arín y mi propio abuelo materno, Victoriano Balerdi Urionabarrenetxea, presidente del batzoki (sede local del PNV). A los pocos días de llegar a San Sebastián, el clérigo fue conducido a Oiartzun en compañía de los también sacerdotes José Markiegi y Leonardo Guridi. Los tres curas ascendieron cantando un Te Deum hasta los muros del cementerio de la localidad, donde fueron ejecutados. Al conocer estas muertes, el entonces obispo de Vitoria, Mateo Múgica, conocedor de la fama de piedad del párroco, declaró: "mejor habrían hecho Franco y sus soldados besando los pies de este venerable sacerdote que fusilándolo” (Hugh Thomas, La guerra civil española, 1961). ¿Cuál fue el gran pecado del padre Arín? Pues simplemente haber cedido los bajos de la casa parroquial para crear la primera escuela en euskera de Mondragón, una lengua de la que era un gran estudioso y divulgador, con el fin de facilitar la educación de los niños de los caseríos que apenas entendían el castellano. ¿Fue un mártir de la fe? Evidentemente no, pero tampoco soldado, ni muerto en combate, ni gaitas.

Parece que a algunos les cuesta reconocer que no fueron sólo los republicanos los que asesinaron sacerdotes a sangre fría. Probablemente la campaña de propaganda que siguió a la Guerra Civil logró acallar o desdibujar determinados episodios de vergonzosa memoria (la historia la escriben los ganadores) con la inestimable ayuda de una jerarquía eclesiástica española que vivió genuflexa ante el dictador durante décadas. ¿Cabe mayor blasfemia que un Franco bajo palio? Mejor no revolver determinados recuerdos, especialmente nauseabundos para muchos de los que hoy seguimos siendo creyentes.

Confío en poder asistir dentro de dos semanas a la beatificación que se celebrará en Tarragona. Espero que la jornada se convierta en un gran acto religioso donde se reconozca a quienes dieron su vida por mantenerse firmes en sus creencias, un ejemplo de fe para los cristianos y de integridad para todos. Defendamos esa celebración, pero hagámoslo respetando la verdad.

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