Crash test dummies

Publicado en el Diari de Tarragona el 1 de septiembre de 2013

Se acabaron las vacaciones. Atrás quedaron esas jornadas habitualmente dedicadas a olvidar transitoriamente nuestras rutinas, cubriendo temporalmente con un velo de consciente inconsciencia los problemas que nos agobian en el día a día. Es una época para cambiar de aires, en la que frecuentemente nos sentimos poseídos –unos más y otros menos- por un alter ego al que las cosas le van mucho mejor que a nosotros mismos: alguien que no tiene que madrugar, que puede perder la tarde paseando sin rumbo fijo, que dispone de tiempo para leer esa novela que llevaba demasiado tiempo en el cajón de la mesilla de noche, que puede echarse una siesta cuando le apetece, que se permite ir por la vida sin reloj y que incluso puede comer fuera sin necesidad o deleitarse con un viajecito esporádico. Para los que tenemos hijos en edad escolar, los efectos de esa reencarnación lamentablemente reversible se multiplican exponencialmente, pues durante unos días pasamos a vivir en un hogar donde no existen las prisas para acabar el desayuno, ni las urgencias por los exámenes de última hora, ni los deberes diarios que comienzan a tener el aspecto de una tesina, ni la obligación de convertirse en chófer por horas para llegar a tiempo a todas las actividades extraescolares.

Algunos sesudos expertos habían augurado que la crisis económica reduciría este año la incidencia del llamado síndrome postvacacional, ese tecnicismo con el que pretendemos otorgar categoría médica a lo que siempre ha sido simplemente una putada: volver al horario programado, a los líos en el trabajo, a los ciclos de hábitos semanales, a la comida reglada, al afeitado diario, a los pantalones largos y zapatos oscuros... Es lógico que en esta ocasión el retorno al trabajo haya reducido sensiblemente su imagen negativa, teniendo en cuenta que jamás los asalariados habíamos agradecido tanto como ahora poder volver a trabajar. No hacía falta ser un experto psicólogo para intuir que este septiembre los currantes probablemente esbozaríamos una aliviada sonrisa al ver que la silla de nuestro escritorio seguía ahí al volver de la playa.

Sin embargo, si me permiten que comparta con ustedes mi experiencia personal, el que se preveía como el más agradecido final de verano de las últimas décadas ha caído sobre mí como una losa, y no porque haya perdido mi puesto de trabajo sino porque he visto a unos conocidos perder el suyo. Este lunes me reincorporaba a mi labor profesional y tuve que ir al centro de Tarragona para realizar algunas gestiones. Circulaba con mi coche cuando, de reojo, pude ver un cartel de “se vende” en un escaparate que me resultó familiar. Se trataba de un establecimiento regentado por un matrimonio encantador, un lugar donde había tomado muchos cafés de media mañana durante los últimos años. Hacía meses que el marido me había confesado las dificultades que atravesaban para llegar a fin de mes, en una de esas conversaciones de barra de bar en las que uno se desnuda ante cualquier desconocido que ofrezca un mínimo gesto de atención. Desde aquel día intenté acercarme con más frecuencia por aquel local, si mi itinerario y la hora eran propicios, para aportar mi granito de arena al negocio y para disfrutar de sus fantásticos cruasanes de jamón y queso. Aunque conocía sus problemas, no imaginaba que fueran tan graves y de consecuencias tan inminentes. Cuando todavía no me había quitado de encima el olor a aftersun, la visión de aquel letrero de venta supuso un verdadero mazazo que me devolvió con violencia a la realidad que había abandonado unas semanas atrás. Todo sigue igual, deprimentemente igual.

Ante la evidencia de que la actual política económica está conduciendo al cierre de cientos de miles de pequeños negocios, son cada vez más numerosas las voces que se alzan exigiendo un poco de oxígeno para esos autónomos y pymes cuya fatalidad está diezmando nuestro tejido empresarial, alargando hasta el infinito las interminables colas del paro. Para prevenir el riesgo de que estas demandas tuvieran un cierto eco entre nuestros gobernantes, el Wall Street Journal ha publicado este mes un artículo donde reconoce que nuestro mercado se ha convertido en “un laboratorio gigante donde se están aplicando recetas nunca antes vistas en una democracia moderna”, defendiendo a capa y espada lo que denomina ”el experimento español”. Desde luego, si el objetivo de la prueba es convertir el Mediterráneo europeo en un sudeste asiático a la vuelta de la esquina, donde el norte pueda comprar sin aranceles y a precios de risa gracias a unos salarios desbocadamente reducidos que son sumisamente aceptados por el miedo a un despido cada día más sencillo… Entonces, enhorabuena: el experimento está siendo todo un éxito.



Los últimos datos macroeconómicos invitan a pensar que lo peor de la crisis ha pasado. En pocos meses ya no habrá recesión… como en Marte o la Antártida, por cierto. Esta meta se habrá logrado gracias a una política fiscalmente letal que ha antepuesto las exigencias externas a las necesidades internas sin apenas tocar el gasto estructural del aparato público. ¿Y qué pasa con los millones de víctimas del experimento: parados de larga duración, pequeños empresarios arruinados, familias desahuciadas, trabajadores con derechos sociales irrisorios, jóvenes obligados a emigrar…? Supongo que para el WSJ son meros daños colaterales, como esos maniquíes que terminan desmembrados en las pruebas de seguridad de los vehículos. Sólo un pequeño gasto en el balance. Muñecos de trapo.

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