Tiempo de convencer

Publicado en el Diari de Tarragona el 22 de septiembre de 2013

Dudo que a estas alturas quede alguien en Catalunya que contemple seriamente la posibilidad de que la marea soberanista que cubre el país se diluya sin pasar por las urnas. Nadie sabe si dicho proceso se llevará finalmente a cabo de acuerdo o no con el actual marco jurídico, con dos o más opciones, en forma de mera consulta, referéndum vinculante o elecciones plebiscitarias. Lo que cada vez parece más claro es que un acuerdo pragmático entre Moncloa y Generalitat para solventar el jardín arturmasiano, al margen de su dificultad, llevaría a ERC en volandas a la plaza de Sant Jaume y la solución pactista fracasaría antes de nacer. Esa oportunidad llegó a existir hace un año, cuando se planteó el pacto fiscal, pero Mariano Rajoy dejó pasar un tren que quizás añore en el futuro. No hace falta ser un experto politólogo para entrever la complejidad del embrollo organizado por un Presidente con el arrojo y los reflejos de un galápago y por un President colgado de unos hilos manejados por Oriol Junqueras y Carme Forcadell.

Probablemente aciertan quienes afirman que la ola independentista ha superado a la propia clase política. Dudo que CiU fuese capaz ahora de vender a la ciudadanía un cambalache de despachos, aunque tampoco puede decirse que dicha realidad social haya sido estrictamente espontánea. Hay que ser muy ciego o muy cínico para negar los incansables mensajes que se han prodigado desde las instituciones catalanas con el fin de fomentar un sentimiento de desapego y reproche hacia España, unas veces con razón y otras muchas por el beneficio electoral que siempre se consigue cuando todo lo negativo se atribuye a un enemigo exterior. ¿Algo va bien? Es que somos unos grandes gestores. ¿Algo va mal? La culpa es de Madrid.

Efectivamente, tenemos por un lado a unos partidos nacionalistas que desde la transición han evitado cualquier atisbo de autocrítica, trasladando todas las responsabilidades más allá de Ebro (pensemos en las soflamas de ERC sobre la insolvencia financiera de la Generalitat, que paradójicamente se deriva del pago de una deuda que los republicanos multiplicaron desde el Tripartit); por otro, nos encontramos a un Partido Popular que jugó con fuego sentimental cuando estaba en la oposición y ahora no parece tener muy claro cómo solucionar la crisis territorial entre los sobresaltos de Bárcenas y la catalepsia política de su líder; y por último están los socialistas, los “no muertos” de la política actual, que dispararon sin fundamento las expectativas de autogobierno catalán en la época de ZP y ahora nos salen con un sensato plan federalista cuando ya nadie les escucha. No es de extrañar que, según el CIS, los políticos sean considerados por los españoles el tercer mayor problema del país.

El hecho es que el sentimiento independentista está creciendo a marchas agigantadas (quien no quiera verlo es su problema) en parte por razones objetivas y en parte porque el éxito es de quien se lo trabaja. El constitucionalismo ha vivido en Catalunya una larga siesta de tres décadas a sabiendas de que la razón legal estaba de su lado, asistiendo de brazos cruzados a un gran trabajo de concienciación política o de propaganda populista (depende de cómo se mire) sin ser capaz de ofrecer una alternativa ilusionante. La crisis ha encendido la mecha y la reacción ha brillado por su ausencia: todos los lemas se han puesto en pie (la España subsidiada, el Madrid que nos roba…) en un momento en que las instituciones españolas, todas, carecen del menor prestigio (Casa Real, Tribunal Constitucional, el partido en el gobierno…). En ese sentido, es lógico que las formaciones netamente secesionistas apuesten por acelerar el proceso, pues jamás se presentará una ocasión más propicia para romper con España: ahora o nunca. Como inciso, cabría plantear si es razonable fundar un nuevo estado sobre unos cimientos sociales cuya determinación apenas puede aguantar un par de años, aunque eso sería otro debate.

El catalanismo sociológico está perdiendo el pudor a saltar la valla de la legalidad establecida (un paso peligroso) para abrazar sin complejos la causa de la voluntad desnuda (algo frecuente en los procesos secesionistas). Ya no va a ser suficiente esgrimir los artículos de la Constitución, máxime cuando en pleno siglo XXI parece inconcebible reprimir por la fuerza la independencia voluntaria y pacífica de una parte con sustantividad propia de un estado occidental. Hace mucho que murió el gran Unamuno y si hoy no se convence es muy difícil vencer. Atrás quedaron las campañas militares de Francisco José I contra las regiones rebeldes, o los tanques que Slobodan Milošević envió a la recién escindida Croacia. Tampoco va a bastar el discurso del miedo, por muy justificados que sean algunos de sus argumentos (pensemos, por ejemplo, en la postura de BCN World a propósito de los inequívocos posicionamientos de la UE sobre las consecuencias de la independencia, burdamente rebatidos por Artur Mas confundiendo el uso del euro con la pertenencia a la eurozona). Los estrategas populares deberían asumir que actualmente el independentismo concita el monopolio de la ilusión y de que es imposible implicar a los catalanes en un proyecto común a largo plazo con el único argumento de que no les queda más remedio, sobre todo porque es falso. Si se desea frenar la marea independentista es imprescindible una alternativa atractiva para que los ciudadanos apuesten voluntariamente por seguir en el barco. No hay otra opción. Como dice el joven Tancredi en El gatopardo, “si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie". El esfuerzo que se realice en ese sentido medirá con exactitud el verdadero interés que tiene el resto de España por lograr que Catalunya permanezca a su lado.

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