Los secretos de Fátima

Publicado en el Diari de Tarragona el 8 de septiembre de 2013

Hay ministros y ministros. Todos llevan una cartera de cuero negro y coche oficial, pero con frecuencia es eso lo único que comparten. Proceden de distintos ámbitos laborales (opositores, profesionales liberales, cargos públicos desde la cuna…), demuestran diferentes grados de eficacia en el ejercicio de sus funciones (regular, bajo, bajísimo…) y su labor logra trascender a la opinión pública de forma muy desigual entre unos a otros, un fenómeno que suele quedar acreditado en los estudios del CIS. Todos sabemos quiénes son Cristobal Montoro o Luis de Guindos, pero el año pasado el 76,4% de los españoles no tenía ni pajolera idea de quién era Pedro Morenés. En su descargo debería aclararse que el nivel de identificabilidad de los ministros no depende con frecuencia de su valía personal, sino de la visibilidad política del interfecto antes de su nombramiento (¿quién no había oído hablar de Alberto Ruiz Gallardón antes de entrar en el gabinete?) o de la hiperactividad mediática que despliegan desde sus actuales puestos políticos (durante el último mes hemos tenido a García Margallo hasta en la sopa).

Una ministra que hasta la fecha había pasado bastante desapercibida es la responsable de Trabajo, Fátima Báñez, una dirigente de bajo perfil político pese a llevar varias décadas viviendo de la vaca pública. Desde un principio llamó la atención que un ministerio presumiblemente clave en la actual tesitura económica se dejara en manos de una perfecta desconocida para la inmensa mayoría de los españoles. Ni siquiera durante los meses que envolvieron la reforma laboral tuvo esta onubense un papel especialmente destacado en los medios. Supongo que el aspecto cándido de sus intervenciones no pareció suficientemente persuasivo para los estrategas de Moncloa, y fueron los ministros de Hacienda y de Economía los principales valedores de la polémica nueva legislación de cara a la galería. De hecho, cuando pensamos en la precarización que ha sufrido el mercado laboral español, lo habitual es que nos venga a la mente la imagen de Rajoy, Montoro o de Guindos, nunca el semblante inocente de la ministra Báñez con ese gesto de no haber roto jamás un plato. Da la impresión de que durante estos meses apenas se ha convertido en la diana de los medios ni del resto de formaciones políticas, un dato ciertamente llamativo teniendo en cuenta que se sitúa en el ojo del huracán de una de las reformas más impopulares de la legislatura.

Los supuestos buenos datos de empleo de estas semanas han multiplicado las apariciones de Fátima. No hay día que la ministra no comparezca ante los periodistas para decirnos lo fantásticamente bien que va todo. Lamentablemente, Báñez ha vuelto a confirmar en su nuevo papel de estrella gubernamental las escasas dotes de convicción que atesora entre los diferentes actores sociales, probablemente por la creciente sensación de que la ministra de Trabajo se está convirtiendo en una ministra de Propaganda. Nos dice que las cifras de desempleo son magníficas y que las próximas van a ser aún mejores, con el gesto del padre que avisa a su hijo de que la carroza de Melchor está a punto de doblar la esquina. No acostumbra a ofrecer con ponderación los aspectos negativos de las estadísticas, silenciando datos como la reducción en cien mil cotizantes a la Seguridad Social durante el mes de agosto, el aterrador porcentaje de contratos temporales durante el mismo mes (94%), o la percepción de que el factor estacional será especialmente acusado este año al haber sido el turismo el sector que ha tirado del empleo de una forma excepcional por el clima de incertidumbre política y bélica que se vive en otros destinos vacacionales del Mediterráneo. Esta política de comunicación explica que su propuesta de reducción en el número de tipos contractuales (un acierto) o la revisión de la normativa sobre actualización de pensiones (una necesidad) haya causado inquietud entre la ciudadanía. Una persona que tiende a administrar la verdad, ocultando las malas noticias y diciendo sólo lo que los demás quieren oír, raramente concita demasiada confianza.

Por lo que sabemos hasta ahora, se supone que el plan gubernamental consiste en establecer un suelo mínimo de actualización (0,25%) y un techo máximo (IPC+0,25%) que se aplicarán dependiendo de la coyuntura económica. Conclusión de la ministra: el valor nominativo de las pensiones siempre va a subir. Conclusión de todos los demás: el valor real de las pensiones casi siempre va a bajar. La mayor parte de los ciudadanos somos conscientes de que la evolución demográfica y económica impide mantener intocable un sistema que no es de capitalización sino de reparto, pero Fátima Báñez insiste en explicarnos las cosas como si fuéramos niños. Hablemos claro: la capacidad adquisitiva de los pensionistas va a reducirse imparablemente hasta que se supere la crisis, muchos años después de que abandonemos la recesión técnica.



Para justificar lo que no quiere decir, la ministra argumenta que este plan no es cortoplacista sino una idea de largo alcance para lograr la sostenibilidad de la Seguridad Social. Oculta que un proyecto a décadas vista necesita el acuerdo del PSOE para resultar viable, un reto ciertamente complicado por el populismo que suele adornar la labor de oposición en este terreno. Sin el respaldo socialista, la reforma sólo servirá para reducir el gasto en pensiones mientras el PP siga en el poder. La cuestión es que, probablemente, sólo se trate de eso.

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