Los enemigos de mis enemigos

Publicado en el Diari de Tarragona el 14 de julio de 2013

El 17 de diciembre de 2010 el joven tunecino Mohamed Bouazizi falleció tras quemarse a lo bonzo, asfixiado por los problemas económicos que padecía. Este acontecimiento desató una serie de revuelas en Sidi Bouzid que terminaron con el derrocamiento del gobierno corrupto del presidente Ben Ali. Aunque algunos pensadores como Noam Chomsky consideran que el fenómeno se inició realmente con las protestas de octubre en el Sahara Occidental, el hecho es que la revolución tunecina se ha tomado como punto de arranque de ese fenómeno aún no concluso que conocemos genéricamente como la Primavera Árabe. El gobierno norteamericano recibió esta ola de levantamientos –o al menos fingió recibirla- como un síntoma evidente de la imparable fuerza de la democracia en una época caracterizada por los flujos informativos sin fronteras ni censuras. También la población occidental sintió inmediatamente una contagiosa simpatía por este movimiento, mientras algunos europeos nos preguntábamos asombrados por la tibieza que demostraban nuestros representantes a la hora de respaldar a los insurgentes. El paso del tiempo quizás esté dando la razón a aquellos precavidos dirigentes que observaron desde un principio este fenómeno con cierta prevención.

A lo largo de los meses han sido varios los acontecimientos que han exigido poner en cuestión nuestra tendencia reduccionista a etiquetar a los buenos y a los malos en este endiablado conflicto: la escalofriante violación y asesinato del sátrapa Gadafi en la inmediaciones de Sirte, la persecución religiosa contra los coptos a los que el antiguo régimen de Mubarak otorgaba cierta libertad de culto, los baños de sangre de seguidores islamistas a manos de sus rivales presuntamente progresistas, las imágenes de un guerrillero rebelde comiendo el corazón de un soldado de Al Assad, etc. Y lo que no habremos llegado a conocer… Sin duda, son muchas las atrocidades cometidas por estos supuestos luchadores por la libertad que no llegan a nuestros informativos. Entre ellas, me causó especial impacto una desgarradora historia apenas difundida que hemos podido conocer gracias al testimonio de dos sacerdotes greco-católicos recién llegados de Qusair, una ciudad de la provincia siria de Homs recientemente conquistada por unos milicianos yihadistas del grupo Jabhat al-Nusra. Allí vivía Mariam, una joven cristiana de apenas quince años, cuya familia logró huir mientras ella quedaba atrapada a merced de los islamistas. Hacía un tiempo que el jeque salafista Yasir al-Ajlawni había emitido una fatwa dirigida a los rebeldes sirios que declaraba conforme al islam la violación cometida contra “cualquier mujer siria no sunnita”. Siguiendo las inhumanas enseñanzas de este monstruo, quince opositores al gobierno de Damasco violaron consecutivamente a la adolescente durante quince días seguidos, hasta que finalmente la declararon demente y la asesinaron. ¿Es razonable que determinados gobiernos occidentales pretendan respaldar económica y militarmente a grupos que luchan codo con codo al lado de estos salvajes?

Como primer paso habría que reconocer que, motivaciones al margen, la trayectoria de EEUU en sus intervenciones internacionales es una historia maldita plagada de desastres. Y que conste que no me considero antiamericano en absoluto. Es más, ya me gustaría que nuestra mediocre partitocracia intentara parecerse aunque sólo fuera mínimamente a esa veterana democracia. Sin embargo, parece evidente que la capacidad norteamericana para financiar y armar a sus futuros enemigos es inagotable. Cría cuervos y te comerán los ojos… Recordemos a los talibanes afganos, respaldados sin miramientos por la Casa Blanca durante la ocupación soviética, convertidos finalmente en la principal pesadilla de Washington con el paso de los años. Pensemos concretamente en el propio Bin Laden, adiestrado a conciencia por la CIA para luchar contra los comunistas, y que acabó sembrando el terror en el corazón de Nueva York hace una década. Echemos un vistazo a la vida de Noriega, el hombre de Langley en Panamá, que terminó siendo el principal socio del cártel de Medellín…

La primavera árabe es un fenómeno poliédrico con diferentes vertientes (políticas, religiosas, económicas, sociales…) cuyos implicaciones trascienden las fronteras de los propios países en cuestión (ya nadie discute el apoyo qatarí a los Hermanos Musulmanes, el respaldo saudí a los grupos salafistas, la prioridad norteamericana por proteger a Israel, los intereses en la zona de los propios EEUU junto a Francia y Gran Bretaña…) y en el que se hallan implicados grupos muy heterogéneos (movimientos teocráticos, agrupaciones izquierdistas, sectores pro occidentales, minorías religiosas, militares anti islamistas…). En este contexto, vislumbrar a los posibles aliados resulta tan vital y complejo para occidente como identificar al enemigo.

Con frecuencia suele afirmarse que los amigos de mis amigos son mis amigos. Bueno, vale, de acuerdo… Sin embargo, la experiencia demuestra que en el ámbito geoestratégico esta máxima se ha retorcido históricamente con efectos devastadores: los enemigos de mis enemigos son mis amigos. Y lamentablemente no siempre esto es cierto: no todo el que combate a un dictador es un demócrata, no todo el que combate a un integrista es un defensor de la libertad, no todo el que combate a un corrupto es una persona honrada, no todo el que combate a un sádico es una hermana de la caridad… Las democracias occidentales debemos replantearnos seriamente quién merece nuestro apoyo en este fenómeno que avanza sin ningún tipo de control. Está en juego la defensa de nuestros principios, la coherencia con nuestros valores y la posibilidad real de volver a luchar contra las armas que regalamos a quien jamás debimos respaldar.

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