El cuarto poder

Publicado en el Diari de Tarragona el 21 de julio de 2013

El escritor norteamericano Howard Phillips Lovecraft defendía que el periodismo era un oficio muy sencillo: sólo hay que escribir lo que dicen otros. Olvidaba el gran novelista, voluntaria o involuntariamente, el papel fundamental que los medios de comunicación asumen en las democracias modernas como medio de control de la actividad política. Las capacidades del sector periodístico como ariete capaz de reventar las murallas del poder han quedado de relieve en numerosas ocasiones a lo largo de la historia. El ejemplo paradigmático lo encontramos en la caída del presidente Nixon tras las investigaciones de Carl Bernstein y Bob Woodward, aunque tenemos muestras más cercanas en tiempo y espacio como el acoso mediático que sufrió Felipe Gonzalez por los escándalos de corrupción y guerra sucia de los años noventa que acabaron definitivamente con su mandato. Ya en el siglo XVIII el político británico Edmund Burke acuñó el término “cuarto poder”, presagiando la influencia que la prensa cobraría en el futuro tras observar el importante papel que jugó en los años previos a la Revolución Francesa. De hecho, muchos consideran a Jean Paul Marat, editor de “L'Ami du peuple” e instigador de innumerables ejecuciones sumarias, el fundador del periodismo agresivo y populista que tanto se ha prodigado desde entonces, aunque los ajusticiamientos actuales no supongan perder la cabeza pero sí la reputación para siempre.

Durante los últimos años el periodismo español se ha caracterizado, salvando honrosas y escasas excepciones, no ya sólo por analizar la realidad desde una perspectiva ideológica muy marcada, sino por caminar sospechosamente de la mano de determinadas siglas políticas. Esta deriva servil ha llegado a tal punto que todos los ciudadanos podemos anticipar la opinión que van a mantener determinados medios ante cualquier iniciativa política dependiendo del partido que la proponga. Por si fuera poco, se ha creado un clima periodístico que permite prever con total certeza la respuesta de cada grupo de comunicación a los casos de corrupción que afectan a nuestra vida parlamentaria según sea la formación política a la que afecte la sospecha. Así, todos coincidiríamos al identificar qué periódicos madrileños nunca serán un problema para Mariano Rajoy por el caso Bárcenas, qué medios dedicarán un espacio residual al escándalo de los ERE andaluces, o qué diario barcelonés jamás buscará las cosquillas a CiU por sus problemas con la justicia. Y lo que es más penoso, acertaremos de pleno.

La lenta agonía que sufre la independencia periodística se debe a motivaciones de diversa índole: a la vinculación societaria de algunos grupos de comunicación con empresas cuya cuenta de resultados depende directamente de decisiones gubernamentales, a la aspiración de algunos emporios mediáticos por marcar el rumbo de determinados partidos políticos (Rodríguez Ibarra solía decir que sabía de antemano lo que se iba a aprobar en el comité federal socialista del lunes simplemente leyendo el editorial de El País del domingo), a la avaricia de determinados editores dispuestos a vender su alma a cambio de publicidad institucional y subvenciones directas (pensemos en la catarata de millones que cada año despliega la Generalitat entre los medios que no se pasan de la raya), a la obsesión de algunos políticos por controlar la información que gira a su alrededor (los papeles de Bárcenas sugieren pagos directos a periodistas), al miedo de los trabajadores de los medios públicos a resultar incómodos para sus jefes políticos… Afortunadamente, aún quedan muchos profesionales que valoran su independencia, como dejaba claro Manel Fuentes en una entrevista posterior a su salida de RAC1, donde reconocía presiones para imprimir a su programa un claro sesgo ideológico. Pese a ello, siempre se negó a convertir su espacio en lo que él mismo denominó como “El matí de l'estelada”: la radio pública debe ser de todos, no patrimonio de unos cuantos.

En todos los países de nuestro entorno existen medios con una línea ideológica muy acentuada. Eso no tiene por qué ser negativo, siempre que dicha afinidad ideológica no provoque una desfiguración de la realidad. No es serio que la misma noticia (por ejemplo, la divulgación de los SMS entre Rajoy y su antiguo tesorero) sirva a un diario para quemar en la hoguera al líder del PP, mientras otro se apoya en la misma información para elaborar una portada donde prácticamente se pide la canonización en vida del presidente del gobierno. Esto es una tomadura de pelo.

Uno de los grandes males que han podrido a nuestra casta política (la priorización de la obediencia servil por encima de la capacitación profesional y la honestidad intelectual) comienza a infiltrarse como un virus entre nuestros medios de comunicación. Si el mundo del periodismo no quiere acabar como nuestra clase dirigente (sin prestigio, sin credibilidad, sin autoridad moral) más vale que despierte pronto de este letargo de sumisión sectaria. Un país que pretenda ser democrático necesita medios de comunicación realmente independientes, no una panda de groupies del gobernante de turno o del rival que previsiblemente lo sustituya. La ensimismada prensa tradicional se siente acosada por los retos que se le plantean en la actualidad (las nuevas tecnologías, los periódicos gratuitos, etc.) olvidando que el mayor peligro al que se enfrenta es la desconfianza que genera quien no es capaz de garantizar que trabaja exclusivamente al servicio de la verdad, por mucho que pueda perjudicar a sus intereses políticos o empresariales. No hay alternativa: el periodismo será independiente o no será.

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