Buenos y malos

Publicado en el Diari de Tarragona el 9 de junio de 2013

Cuando intentamos identificar las actitudes vitales y los valores predominantes en épocas pasadas es frecuente recurrir a la información más o menos encriptada que se esconde en su producción artística e intelectual de difusión masiva: qué argumentos y personajes se repetían entonces en las obras teatrales y cinematográficas, cuáles eran las temáticas habituales en los libros, sobre qué trataban las canciones, qué cuestiones ocupaban los artículos periodísticos o los debates televisivos… Lo cierto es que el implacable paso del tiempo empieza a adentrarnos a algunos en ese ingrato mundo que permite comparar lo que se oía y se veía cuando éramos chavales y lo que uno se encuentra ahora al encender la radio o la televisión.

Por motivos de salud me niego a intentar analizar la evolución del panorama musical de masas, un ejercicio que me obligaría a recordar con nostalgia a las grandes figuras de los ochenta (The Police, U2, Queen, Dire Straits, Pink Floid, Prince, Michael Jackson, Eric Clapton, The Cure, Elton John, Supertramp, Guns´n Roses, John Lennon, Genesis, Marillion…) o los noventa (Nirvana, Metallica, Oasis, Blur, Jamiroquai, Red Hot Chili Peppers, Smashing Pumpkins, Cranberries, REM, Lenny Kravitz, Green Day, Rammstein…) para después compararlas con las estrellas que copan las actuales listas de ventas: ¿One Direction, Taylor Swift, Justin Bieber, Pink, los vestigios de Madonna...? Y encima se nos muere Amy Winehouse… ¿Por qué avanzamos hacia un mundo donde el verdadero talento se ve habitualmente abocado al destierro mediático? Ojalá internet logre oxigenar la creación musical, permitiendo trasladar el campo de batalla a un lugar donde los CD sólo sirvan para ahuyentar a las palomas de los balcones.

Por el contrario, frente a la disneychannelización del pop/rock global, el panorama cinematográfico que se abre ante nuestros ojos muestra síntomas muchos más positivos y prometedores. Y eso tanto en la gran pantalla como en el sector de las productoras televisivas que están consiguiendo alcanzar (incluso superar) el nivel de los largometrajes. De hecho, como dice el crítico Carlos Boyero, probablemente el mejor cine de la última década se esté haciendo en la televisión norteamericana.

Enlazando este asunto con el tema inicial, puede que las temáticas de las series actuales no se encuentren muy alejadas de los argumentos de las antiguas, aunque un simple vistazo nos demuestra que el enfoque antropológico es completamente diferente. Siempre se han incardinado tramas en ámbitos profesionales concretos, pero en los ochenta y noventa los guionistas dotaban a los protagonistas de un perfil agradable, honesto y ejemplar. Quién no quiso ser periodista viendo Lou Grant... Por el contrario, las series actuales tienden a mostrarnos personalidades probablemente más reales, pero con tal cantidad de defectos que cuesta empatizar con ellas. ¿Qué tienen en común el abnegado capitán Furillo (Canción triste de Hill Street) y el sinvergüenza detective McNulty (The wire)? ¿En qué se parecen el atento médico Mark Sloan (Diagnóstico asesinato) y el desagradable Dr. House? ¿Qué valores comparten el honorable abogado Ted Hoffman (Murder one) y la pérfida letrada Patty Hewes (Damages)? ¿Son comparables el querido profesor Sorosky (Fama) y el inclasificable maestro Walter White (Breaking Bad)? ¿Qué abismal distancia separa a la dedicada ama de casa Norma Arnold (Aquellos maravillosos años) de la egocéntrica Betty Draper (Mad Men)?

El clímax de este fenómeno lo encontramos en las series de género político. Su obra cumbre, El ala oeste de la Casa Blanca, describe a unos inteligentes personajes con un ego desbordante que comparten una interesante trama repleta de honor, lealtad y brillantez. ¿Es esto lo que busca el espectador del siglo XXI? Por lo visto, no. Actualmente se encuentran en activo tres producciones de ambientación política, todas ellas inmersas en un sórdido escenario de privilegios, alcohol y corrupción (más o menos como el Congreso de los Diputados). Empezamos por la más reciente, House of cards, una producción original de Netflix protagonizada por Kevin Spacey, que narra las turbias artimañas de un ambicioso político por alcanzar el poder a cualquier precio. Por otro lado, The boss, una serie del canal Starz protagonizada por Kelsey Grammer, cuyo personaje consigue en pocos minutos hacernos olvidar al entrañable Frasier Crane. Por último, Boardwalk Empire, con cuatro temporadas en su haber, producida por la HBO y Martin Scorsese, que sitúa en el Atlantic City de los años veinte al temido Nucky Thompson, el Bárcenas de la costa este.

Partiendo de que las productoras intentan ajustar sus series a los gustos del espectador, la pregunta parece inevitable: ¿por qué los ciudadanos han pasado de preferir protagonistas admirables a demandar políticos corruptos, policías delincuentes, médicos desagradables, profesores traficantes y abogados sin principios? Algunos defenderán que la causa de este cambio es la propia evolución de las convicciones sociales acerca de un entorno humano que se muestra progresivamente decepcionante. Otros opinarán que el fenómeno es fruto de la evidente renuncia de los medios a ejercer labores pedagógicas en aras del puro beneficio económico. Y también habrá quien piense que esta evolución no tiene su origen en la demanda del público sino en una industria tradicionalmente maniatada por la censura interna y externa. Aunque probablemente todo ello sea cierto, parece indudable que los personajes retorcidos siempre han despertado mucho más interés que los cándidos, aunque hasta ahora nunca habían alcanzado el papel protagonista. Ya lo sugería Mae West: cuando soy buena soy muy buena, pero cuando soy mala soy mejor.

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