Vuelva usted mañana

Publicado en el Diari de Tarragona el 21 de abril de 2013

Se cuenta que a finales del siglo XIX un matrimonio neoyorquino acudió a un hotel de Filadelfia en busca de alojamiento. No tenían reserva, ya había oscurecido y una gran tormenta barría las calles. Un joven les atendió en el mostrador y les comunicó que todas las habitaciones estaban ocupadas. De hecho, todos los establecimientos de los alrededores estaban saturados, pues la ciudad celebraba esos días tres grandes convenciones simultáneamente. Ante la complicada situación, el hostelero tuvo el detalle de ofrecerles su propia habitación. No era gran cosa pero podrían resguardarse de la lluvia, y él pasaría la noche en un sillón de su oficina. Pese a que la pareja se negó, el empleado insistió tanto que los visitantes accedieron a su ofrecimiento. Dos años más tarde, el conserje recibió una carta en la que aquellos desconocidos le invitaban a pasar unos días en Nueva York como gesto de agradecimiento. Al llegar, el anfitrión le condujo a la Quinta Avenida y le mostró un inmenso y suntuoso edificio de piedra rojiza. –He construido este hotel para usted. El misterioso personaje era el vizconde William Waldorf Astor, uno de los hombres más ricos de Estados Unidos; el hotel era el primer Waldorf Astoria, cuyo solar actualmente ocupa el Empire State Building, y que fue trasladado a Park Avenue en los años treinta; y, finalmente, el atento joven era George C. Boldt, su asombrado primer gerente.

Ahora les propongo trasladarse algo más de un siglo hacia adelante, para ascender unos cientos de kilómetros por la costa este norteamericana. Dos bombas caseras estallan cerca de la meta del maratón de Boston, con apenas unos segundos de diferencia, provocando varios muertos y decenas de heridos. La histeria y el caos se propagan entre los asistentes, dificultando enormemente la coordinación de todos aquellos que deben prestar su servicio en esos momentos terribles. Los servicios de emergencia despliegan inmediatamente sus efectivos para hacer frente al desastre, las oficinas diplomáticas trabajan sin descanso para dar respuestas a los familiares y amigos de los posibles afectados, las autoridades cierran a cal y canto el espacio aéreo, la policía inicia una operación de investigación y búsqueda que bloquea el centro de la ciudad… En Boston hay 3.980 ciudadanos españoles registrados, y son más de noventa los que han participado en la carrera. ¿Y qué hace el cónsul español? Pues cerrar su oficina a la hora de siempre y marcharse a su casa sin siquiera organizar un procedimiento informativo para las víctimas y sus allegados. “Ya era la hora”, ha declarado. Abnegación, entrega, profesionalidad, dedicación, espíritu de servicio… Me lo imagino silbando con la chaqueta al hombro, disfrutando del paseo a casa durante aquella soleada tarde de primavera.

La comparación entre ambas actitudes resulta enervante. En el primer caso, un simple hostelero está dispuesto a quedarse sin dormir sólo para que su cliente quede satisfecho, mientras en el segundo, todo un cónsul se muestra incapaz de mantener su oficina abierta para atender a las víctimas de una carnicería terrorista. No es de extrañar qué a algunos las cosas les acaben saliendo bien (Boldt terminó creando su propio imperio hotelero) mientras otros pierden su empleo entre las críticas y el desprecio de todo un país. Efectivamente, al ministro español de Asuntos Exteriores, Juan Manuel García Margallo, le faltó tiempo para cesar fulminantemente al jefe de la delegación diplomática en Boston por “incumplir sus obligaciones”. Qué menos.

Algún aficionado a pensar que todo tiempo pasado fue mejor podría defender que la actitud de Pablo Sánchez-Terán es el reflejo de una época marcada por una ausencia patológica de valores, donde cada uno hace lo imprescindible, y a veces ni eso. Esta observación puede ser cierta, pero en absoluto se trata de una novedad en este país. Cincuenta años antes del primer encuentro entre Waldorf y Boldt, el escritor y político español Mariano José de Larra escribía el fantástico artículo “Vuelva usted mañana”, cuya lectura recomiendo vivamente, y cuyo recuerdo me vino inmediatamente a la memoria nada más conocer las andanzas de nuestro cónsul. Me temo que no nos encontramos ante un episodio fruto de una decadencia ética sin precedentes, sino ante la constatación de que gran parte de la sociedad española persiste tercamente en los mismos errores que han marcado su pasado. La propia familia de Larra confirma este eterno retorno del que parece imposible escapar: su hija mayor, Adela, fue una conocida amante del rey Amadeo I de Saboya, y la menor, Baldomera, fue la pionera de las estafas piramidales en España. Todo sigue igual.

Sólo un sentido del patriotismo ciego y aldeano puede considerar fruto del azar la abismal distancia que separa a los países latinos y sus antiguas colonias de las naciones del centro y norte de Europa y sus territorios de ultramar. El paso de los años no ha reducido los escandalosamente habituales ejemplos de chapucería en nuestras clases dirigentes (políticos, banqueros, empresarios, diplomáticos…) lo que no debe tomarse como una maldición divina, sino como la simple demostración de que los líderes de cualquier colectivo no suelen diferenciarse demasiado de sus bases. No se trata de autoflagelarse, sino de aceptar con propósito de la enmienda los estudios que critican nuestro mediocre nivel medio de eficiencia profesional. Critiquemos a Pablo Sánchez-Terán, sin duda, pero también aprovechemos la ocasión para examinarnos y despedir a ese pequeño cónsul bostoniano que casi todos llevamos dentro.

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