La orfandad de una protesta legítima


Publicado en el Diari de Tarragona el 18 de noviembre de 2012


Las principales organizaciones sindicales encabezaron el pasado miércoles una jornada de huelga general convocada en todo el territorio europeo al calor de la crisis económica. En España fueron UGT y CCOO las centrales que enarbolaron una protesta que pretendía presionar al gobierno para cambiar su política económica, trasladando a las calles una indignación que la inmensa parte de la población soporta estoicamente en su día a día. Más allá de las cifras infladas por unos y por otros, parece razonable concluir que el paro no obtuvo el seguimiento esperado por sus organizadores, y una gran proporción de los asalariados acudieron con normalidad a sus puestos de trabajo (o al menos lo intentaron). En resumidas cuentas, si la meta era paralizar el país, parece evidente que la huelga fue un fracaso estrepitoso.

Teniendo en cuenta que vivimos una época crítica en términos sociales, llama la atención el desplante que gran parte de la ciudadanía ha dedicado al sindicalismo tradicional. De no ser por las amenazas de los piquetes y el bloqueo sistemático de los transportes públicos, es muy probable que el miércoles hubiera sido un día prácticamente normal en términos laborales. ¿Cómo es posible que el interminable drama que se vive en nuestros hogares no haya tenido un reflejo abrumador en las calles? Se me ocurren tres razones principales.

En primer lugar, cualquier persona en su sano juicio sabía perfectamente que la huelga del miércoles no iba a mover un grado el rumbo económico del gobierno. Y no porque Mariano Rajoy sea un sádico insensible, sino porque nuestro sistema público se está financiando en unos mercados que exigen el mantenimiento de esta política para seguir prestándonos dinero. Negarse en redondo a aceptar como inevitables los principios de austeridad era una utopía destinada al fracaso, y en ese sentido habría sido más realista poner el dedo en la llaga en reclamaciones más concretas y viables: por ejemplo, exigir la necesaria ejemplaridad a la clase política para que reduzca el tamaño de las estructuras institucionales a la misma velocidad con que facilita el adelgazamiento de las plantillas de nuestras empresas, o reclamar con ánimo pedagógico la asunción de responsabilidades inmediatas a los dirigentes financieros y políticos, que con la gestión amateur de sus entidades y el desorbitado gasto en inútiles obras faraónicas nos han llevado a la ruina. Parece que algunos pensaron que estas modestas metas no eran dignas de una huelga general, y así la maximalista reclamación sindical ha resultado completamente estéril: quien mucho abarca, poco aprieta.

Por otro lado, ha sido precisamente la crisis económica la que ha causado que muchos trabajadores no secundaran la huelga por no poder permitirse el lujo de perder el salario de la jornada. Son millones las familias que llegan apuradísimas a fin de mes, si es que llegan, como para renunciar a un dinero que les es necesario como el respirar. Todos conocemos casos de empresas en las que los delegados sindicales no liberados trabajaron como el que más, teniendo que sobrellevar el bochorno de la manera menos traumática posible. Y es que las heroicidades quedan muy bien en las novelas, pero cuando uno tiene una hipoteca y varios hijos que alimentar… pues va a ser que no. Y si encima el gesto no va a servir para nada, pues menos.

Finalmente, creo que el factor determinante que provocó el naufragio de la protesta fue precisamente el nulo prestigio de los convocantes. Hoy en día, tener un hijo sindicalista es una información que las madres suelen ocultar a sus amigas, pues es tal la imagen que arrastran estas organizaciones que es casi imposible encontrar a un ciudadano independiente que las defienda sin ruborizarse. Aunque nunca debe generalizarse, lo cierto es que el penoso concepto que se tiene del sindicalismo español se debe en gran medida al lamentable ejemplo dado por algunos de sus representantes: critican todo lo que se mueve mientras muchos de ellos no dan un palo al agua en sus trabajos, sermonean sobre la ejemplaridad pública mientras utilizan con asombrosa frecuencia sus horas sindicales para los quehaceres más variopintos, calientan la cabeza de sus compañeros sabiendo que ellos tienen el puesto blindado, insultan a los políticos por chupar del bote cuando ellos viven a cuerpo de rey con las subvenciones públicas, maldicen la última reforma laboral mientras sus respectivas organizaciones la aplican internamente para echar a cientos de trabajadores a la calle… Y eso por no hablar de los piquetes. ¿Quién se va a movilizar con esta panda a la cabeza?

Puede que una huelga organizada por entidades de prestigio y con metas razonables hubiera conseguido un éxito atronador. Ganas no faltaban. Sin embargo, mientras sigamos padeciendo este sindicalismo de pandereta, la defensa honesta y eficaz de los intereses de los asalariados y parados seguirá huérfana indefinidamente. Pensemos como ejemplo en el movimiento en contra de los desahucios, que se marcó un objetivo justo y viable, y esta semana ha logrado un gran éxito modesto pero significativo para que las familias sin recursos no pierdan un techo bajo el que cobijarse. Sólo un sindicalismo libre de subvenciones y privilegios públicos, que priorice las necesidades de los trabajadores por encima de los intereses de la propia organización, será capaz de aglutinar y movilizar a la ciudadanía en la defensa de sus derechos. Es necesario, hoy más que nunca.

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