Es la economía, estúpido


Publicado en el Diari de Tarragona el 4 de noviembre de 2012


El expresidente norteamericano Bill Clinton pasará a la historia, entre otros asuntos preferiblemente olvidables, por haber pronunciado una frase que condensa de forma certera cómo los ciudadanos de a pie suelen estar más interesados por las cuestiones tangibles que por los grandes temas de la alta política. Durante su campaña contra George H. W. Bush, el entonces gobernador de Arkansas cuestionó que se priorizaran determinados asuntos de envergadura sobre otros menos espectaculares pero que la población consideraba más importantes para su vida ordinaria: el sistema educativo, la atención sanitaria, la situación laboral… Su asesor de campaña, James Carville, lo resumió a la perfección: “the economy, stupid!”. Efectivamente tenía razón, y aquel joven candidato consiguió desbaratar la reelección de George Bush padre, quien pocos meses antes disfrutaba de un increíble 90% de popularidad tras la Guerra del Golfo.

Por mucho que algunos pretendan disimularlo bajo un manto romántico, la efervescencia patriótica que actualmente se vive en Catalunya tiene un origen económico incuestionable. Existen otros temas que también provocan chispas, indudablemente, pero el núcleo de la reivindicación de los últimos meses se ha centrado en la exagerada desproporción existente entre los impuestos que el estado recauda en nuestro país y las inversiones que aplica en ese mismo territorio, diferencia que se ha hecho aún más evidente tras el estallido de la crisis económica. Después de aplicar diversos modelos de financiación que intentaron frenar las insuficiencias presupuestarias de la Generalitat, se planteó la posibilidad de implantar un sistema análogo al concierto vasco y navarro, aplicado ininterrumpidamente desde el siglo XIX. La Generalitat recaudaría sus impuestos, con ellos dispondría de recursos para garantizar su mantenimiento, aprobaría las inversiones que estimase convenientes, y aportaría regularmente una cantidad a la hacienda central para sufragar los gastos comunes y participar en un fondo de solidaridad con los territorios menos favorecidos del estado.

Personalmente me considero un gran defensor de este modelo por dos motivos principales. Por un lado, porque entiendo la solidaridad interterritorial como se entiende a nivel comunitario (especificada cuantitativamente, acotada en el tiempo, destinada a usos predefinidos, y cuya aplicación puede ser supervisada): a mi entender, éstas son las características que diferencian la colaboración productiva de la promoción del subsidio. Y en segundo lugar, porque el déficit fiscal ha sido la gran excusa de los gobiernos de la Generalitat para eludir cualquier responsabilidad por su mala gestión: con el concierto cada palo aguanta su vela.

Esta propuesta ha recibido una negativa tajante desde diversas instancias del gobierno central con un argumentario que en ocasiones resulta paradójico, pues mientras algunos niegan la propia existencia del déficit fiscal, otros afirman que el estado no está actualmente en condiciones de renunciar a la aportación catalana: si alguien lo entiende que me lo explique. A raíz de este portazo, el sentimiento separatista ha sufrido un notable incremento, interesadamente avivado desde una Generalitat que no ha dudado en utilizar todos los recursos a su disposición (desde la bolivarización de los medios de comunicación públicos, pasando por el otorgamiento de sospechosas subvenciones a los privados, llegando a la difusión de campañas institucionales declaradas partidistas por la junta electoral). CiU surfea a sus anchas sobre la ola del cabreo patriótico, aunque las últimas encuestas sugieren que la ciudadanía comienza a percibir el tufo electoralista de una cortina de humo que había logrado ocultar los borrones en la política económica y social del Govern. En cualquier caso, parece claro que el auge independentista ha sobrevenido fundamentalmente por el desencuentro económico entre Rajoy y Mas, y no por cuestiones de carácter identitario. Esta evidencia sociológica, que en mi opinión constituye una mera demostración de que la sociedad catalana tiene los pies en el suelo, ha sido utilizada por algunas voces políticas y periodísticas de Madrid para reactivar las acusaciones sobre el supuesto peseterismo que anima constantemente la política en Catalunya. Sobre esta cuestión me gustaría plantear el siguiente razonamiento.

La posible creación de una hacienda propia, amplísimamente respaldada por la sociedad catalana (mucho más que la independencia, por cierto) consiste simplemente en permitir que Catalunya gestione sus propios recursos sin eludir su corresponsabilidad en los gastos comunes de España y la solidaridad interterritorial. No es un sistema que rompa el estado, pues de hecho se aplica con anterioridad a la propia Constitución en dos comunidades, una de las cuales –Navarra- en modo alguno puede considerarse un “territorio rebelde”. Desde el mismo momento en que la Constitución recoge este sistema, queda evidenciado que no se trata de un mecanismo contradictorio con nuestro modelo político. Sin embargo, la Moncloa descarta extender esta modalidad a Catalunya, lo que ha provocado la mayor crisis territorial de nuestra democracia, con la posibilidad real de que una parte importante del estado se desligue del conjunto. Está demoscópicamente demostrado que la implantación del concierto económico desinflaría sustantivamente los deseos soberanistas en Catalunya (por eso Artur Mas no quiere ni oír hablar de una contraoferta desde Madrid, especialmente antes del 25N). A pesar de ello, Rajoy se niega en redondo a negociar esta posibilidad, temiendo un fuerte impacto económico sobre las arcas del estado. Es decir, que el gobierno central está dispuesto a arriesgar la integridad territorial del estado por no renunciar al dinero que se perdería si se aplicase el régimen vasco a Catalunya. ¿Quién es realmente el pesetero?

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