La decadencia de la clase política


Publicado en el Diari de Tarragona el 7 de octubre de 2012


El juez Santiago Pedraz ha dictado esta semana un auto sobre los incidentes del 25-S frente al Congreso de los Diputados, en el que se descarta el carácter delictivo de la concentración convocada en la Carrera de San Jerónimo, criticando explícitamente la contundencia con la que actuaron los cuerpos de seguridad. "El hecho de convocar bajo los lemas de rodear, permanecer de forma indefinida, exigir un proceso de destitución y ruptura del régimen vigente, mediante la dimisión del Gobierno en pleno, disolución de las Cortes y de la Jefatura del Estado, abolición de la actual Constitución e iniciar un proceso de constitución de un nuevo sistema de organización política, económica o social en modo alguno puede ser constitutivo de delito, ya no solo porque no existe tal delito en nuestra legislación penal, sino porque de existir atentaría claramente al derecho 7 fundamental de libertad de expresión, pues hay que convenir que no cabe prohibir el elogio o la defensa de ideas o doctrinas, por más que éstas se alejen o incluso pongan en cuestión el marco constitucional”. Parece razonable la postura del magistrado, defendiendo que los artículos del Código Penal que preservan la sede de las Cortes (493 y siguientes) establecen unos tipos punibles que en modo alguno pueden ser interpretados de forma extensiva: invadir con fuerza, violencia o intimidación el Congreso de los Diputados; promover, dirigir o presidir manifestaciones u otra clase de reuniones ante dicha sede, alterando su normal funcionamiento; e intentar penetrar en las Cortes para presentar peticiones en persona o colectivamente. Ninguna de estas circunstancias se produjo, ni existen pruebas fehacientes de que fuera a suceder.

Sin embargo, la mayor polémica sobre el auto ha llegado con una frase que ha levantado ampollas entre nuestros dirigentes: “la convenida decadencia de nuestra clase política”. La respuesta no se ha hecho esperar, multiplicándose las declaraciones de representantes públicos de todos los colores que se han rasgado las vestiduras ante la afirmación del magistrado. El portavoz adjunto de los populares en el Congreso le ha llamado pijo ácrata, los socialistas se preguntan si no hay espejos en los juzgados…: lo único que une a nuestros políticos es la respuesta frente a los ataques a la casta como tal, y la aprobación de mejoras en sus condiciones de trabajo. Sin embargo, pese a que la decadencia de nuestra clase política pueda ser una opinión probablemente convenida, no parece que un auto judicial sea el foro adecuado para manifestar una postura tan personal, y menos con ese grado de generalización que ningunea a la excepción que se salva de la quema. En ese sentido, creo que el juez Pedraz ha puesto también su granito de arena en el igualmente creciente desprestigio de la justicia. Sin embargo, reconozco que comparto básicamente su tesis, entendiendo la expresión no como un insulto sino como un lamento. No se trata de buscar una cabeza de turco que purgue por los males de todos, sino de evidenciar la influencia decisiva que un estrato político iletrado y cortoplacista ha ejercido durante los últimos años para que ahora nos encontremos donde estamos. Y que conste que la culpa del desastre es fundamentalmente nuestra por no haber sabido reaccionar a tiempo, dejándonos engatusar por vendedores de crecepelo en coche oficial.

Nuestro país vive la mayor crisis social de las últimas décadas por culpa de una tasa de paro completamente descontrolada. Simplificando su génesis, desde mi modesta óptica, estos índices de desempleo se derivan de un parón económico directamente vinculado a tres factores interrelacionados entre sí: la congelación del crédito bancario, los recortes en los presupuestos públicos, y el estallido de la burbuja inmobiliaria. En primer lugar, nos equivocamos cuando afirmamos que nuestros bancos son un desastre: han sido las cajas de ahorros, controladas de forma irresponsable durante años por políticos avariciosos e incompetentes, las que han colapsado nuestro sistema bancario (Bankia, Catalunya Caixa, CAM…). Por otro lado, los inevitables recortes en materia de infraestructuras no son una maldición divina llegada del más allá, sino la consecuencia necesaria de una gestión espantosa de unos partidos políticos, todos sin excepción, incapaces de comprender que los ingresos públicos extraordinarios que llegaron con el boom inmobiliario no eran un flujo estable con el que se podía contar para articular el aparato administrativo de las instituciones de forma indefinida. Y aquí llegamos a la tercera pata del problema, el fin de la burbuja inmobiliaria, alimentada durante décadas por la clase dirigente (aprobando legislaciones irracionalmente permisivas y expansivas, prestando dinero de las cajas a manos llenas entre los promotores…) pues la locura constructiva generaba una recaudación impositiva espectacular que permitía contentar a los votantes dilapidando recursos públicos, ampliar las plantillas institucionales para colocar a quien conviniese, y en el peor de los casos, asegurar unos ingresos extra mediante procedimientos conocidos por todos.

Con semejante historial, no es extraño que nuestras formaciones políticas pretendan anestesiar a la ciudadanía con sus recursos de escapista: arrogarse la defensa de las clases más desfavorecidas tras hundir el país, enarbolar la bandera patriótica cuando se encuentran acorralados en procesos por corrupción, o tachar de peligroso antisistema a todo aquel que denuncie los defectos estructurales de nuestro modelo político. ¿Tiene esto remedio? Yo creo que sí, empezando por la implantación de las listas abiertas, pero este asunto lo dejaremos para otro día.

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