Blanco o negro


Publicado en el Diari de Tarragona el 30 de septiembre de 2012



Desconozco quién aconsejó a Mariano Rajoy que debía responder con una negativa tajante a la propuesta de pacto fiscal planteada por Artur Mas, pero creo que se equivocó gravemente. Quizás alguien debería haberle susurrado al oído la conocida máxima de Lampedusa: "si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie". La falta de flexibilidad demostrada por la Moncloa ante el inteligente y oportunista órdago del líder convergente puede desembocar en un choque frontal de legitimidades que parta en dos a la sociedad catalana. El President sabía perfectamente que éste era el peor contexto económico para proponer una reforma del régimen fiscal de la Generalitat, y esperaba la negativa de Madrid para cargarse de razones en su hoja de ruta hacia la autodeterminación. Y Rajoy no le defraudó, sin plantear siquiera un modelo de implantación progresiva. Se ha hablado mucho sobre si CiU ha alentado desde bastidores el clamor independentista o si ha sido este movimiento popular el que ha obligado a Artur Mas a ponerse en primera fila de la reclamación. Lo único claro es que, desde un punto de vista secesionista, nadie habría podido diseñar una estrategia más efectiva para lograr la ruptura con España.

Casi todos los partidos nacionalistas, sean de donde sean, tienen una marcada tendencia populista a repartir las culpas sobre los problemas del país, que por sistema nunca se deben a errores propios: los emigrantes, el enemigo exterior, el traidor interior, el compatriota incompetente, los mercados, las deudas históricas… Así, el inicio de la presidencia de Artur Mas estuvo presidido por una machacona y comprensible insistencia sobre la herencia recibida del Triparit. Sin embargo, la incapacidad del Govern para enderezar el rumbo económico provocó que esa continua justificación de los recortes echando la vista atrás no lograra evitar su progresiva caída en intención de voto. Ante semejante tesitura, el acorazado convergente cambió de diana, sustituyendo a la irresponsable izquierda catalana que nos arruina por la vampírica España que nos roba. El Govern ha utilizado todos los resortes políticos y mediáticos a su disposición para calentar el ambiente, logrando que el mantra del expolio fiscal y la promesa del paraíso terrenal independentista calen en una ciudadanía desesperada por el actual ahogamiento económico, hasta el punto de provocar la mayor manifestación soberanista de la historia de Catalunya. El posterior y previsible desplante de Rajoy a una propuesta más que razonable en otro contexto económico ha hecho el resto. Ya nadie protesta por los cierres de colegios mientras la Generalitat subvenciona organizaciones supuestamente apolíticas de su órbita, nadie habla de las incestuosas relaciones entre CiU y Abertis por las que seguimos pagado peajes indefinidamente, nadie recuerda el caso Millet y las cuentas en Liechtenstein, nadie se manifiesta contra la clausura de plantas de hospital mientras el Govern llena los bolsillos de los editores de los principales diarios de Barcelona con dinero público… Tots amb el president! No sé cuánto cobran los asesores de estrategia de Convergencia, pero se lo tienen más que ganado.

Algunos afirman que el camino hacia la independencia es ya irreversible, y otros que sólo se trata de un calentón pasajero. Desconozco quién tiene razón. Lo que parece claro es que jamás se ha dado una confluencia tan intensa de factores proclives a la ruptura definitiva con España, lo que algunos denominan la tormenta perfecta. El clamor social en favor de un nuevo modelo político es evidente, creciente y abrumador. El hartazgo comienza a ser mutuo, multiplicando el número de españoles que desean superar definitivamente la sensación de provisionalidad sobre el modelo institucional que arrastramos desde la Transición. Los partidos nacionalistas catalanes no tienen rival interno a día de hoy, con un PSC que ni está ni se le espera, y un PPC que carga con el pesado lastre de ser el representante local de quien parece querer dejar para siempre las cosas como están. El gobierno central, pese a la mayoría absoluta de Rajoy, está menos capacitado que nunca para responder a una crisis territorial, recordando otras épocas en las que se aprovechó con éxito la debilidad española (pensemos en la Cuba del 98 o el Sahara del 75). Y lo que es más importante, la crisis económica ha azotado de tal modo a la ciudadanía que comienza a cundir la sensación de que ya no hay nada que perder, haciendo que los catalanes olviden ciertos miedos que en el pasado frenaban los deseos independentistas. Para bien o para mal, o Catalunya se independiza ahora o no lo hará nunca.

El caso es que el oportunismo de unos y el inmovilismo de otros pueden terminar obligando a los catalanes a decidir si desean romper con España o seguir como hasta ahora: blanco o negro. Sin embargo, todos los estudios demoscópicos señalan que un modelo federal o confederal sería el objetivo idóneo para la mayoría transversal de los ciudadanos, aunque dicha salida requeriría un cierto grado de receptividad desde el resto de España que aún no se ha dado. Sólo el PSC parece intentar ocupar esa centralidad política, pero su irrelevancia pública a día de hoy convierte su postura en un gesto testimonial. En cualquier caso, dando por hecho que algún tipo de consulta se va a realizar (se llame como se llame), el verdadero debate no debería centrarse en cuándo o cómo se va a producir, sino en qué se va a preguntar a la ciudadanía. Reeditar un ultimátum como el planteado en las consultas soberanistas provocaría que media Catalunya –sea la que sea- derrotaría a la otra mitad, mientras que la búsqueda de un punto de encuentro significaría un triunfo para todos.

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