Apertura de listas


Publicado en el Diari de Tarragona el 14 de octubre de 2012


El grupo de personalidades que abanderó la restauración democrática en los años setenta ideó un modelo político basado en unos partidos fuertes sobre los que vertebrar el incipiente sistema electoral. Así se decidió implantar un mecanismo de listas cerradas que, pese a su actual mala fama, permitió la creación de una estructura política imprescindible para echar a andar, tras cuatro décadas de férrea represión franquista sobre cualquier iniciativa política no adscrita a la dictadura.

Son varias las ventajas de este mecanismo: claridad programática, fortalecimiento de la previsibilidad, orden parlamentario, ampliación del sufragio pasivo… Efectivamente, las listas cerradas permiten la consolidación de un arco parlamentario comprensible para el votante, con diversas alternativas representadas por las diferentes siglas en contienda. También favorece la estabilidad política, evitando que los órganos colegiados se conviertan en un mero agregado de voces individuales difíciles de coordinar. Y sobre todo, hace posible que personas sin recursos puedan acceder a la política, pues las listas abiertas suelen requerir un soporte económico difícilmente asumible para los candidatos, salvo que acepten los favores de determinados grupos de presión cuyo cobro siempre es exigido nada más acceder al cargo.

Sin embargo, el modelo que hemos arrastrado desde la Transición, que pudo ser idóneo en un momento determinado, ha devenido claramente ineficaz y perverso con el paso del tiempo. La última encuesta del CIS señala que los españoles consideran a la clase política el tercer problema más importante del país, sólo por detrás del paro y la economía, y muy por delante del terrorismo, las drogas, la inseguridad ciudadana… No hace falta ser un experto analista para percibir que este desprestigio está alcanzando cotas desconocidas en nuestra democracia, generalizándose la impresión de que son nuestros dirigentes los principales responsables de la precaria situación en la que nos encontramos, un ambiente que ya se vivió durante otros momentos en Italia, Grecia, Argentina… Pese a los beneficios de las listas cerradas ya señalados, me temo que sólo nos han traído una clase política mediocre, endogámica, desconectada de la realidad, políticamente acrítica y, en demasiadas ocasiones, corrupta.

En primer lugar, el peso político y el nivel intelectual de los nuevos gobernantes caen en picado desde hace décadas, circunstancia que se hace evidente tanto en la base como en la cúspide de los partidos (resulta descorazonador comparar a los líderes de hace unos años con sus sucesores: Felipe González, Manuel Fraga, Julio Anguita, Heribert Barrera, Xabier Arzalluz, Miquel Roca…). La actual mediocridad generalizada no es fruto de un desajuste evolutivo, sino la consecuencia directa de unas organizaciones cerradas que recelan de la brillantez y priman la fidelidad ciega sobre la competencia profesional. Los de arriba eligen a vasallos serviles que no les hagan sombra, mientras los de abajo vitorean al primer incompetente que les asegure un hueco en las listas.

Por otro lado, el actual sistema ha favorecido una casta cerrada que, en demasiados casos, jamás ha trabajado en el mundo real. Sólo así se comprende, por ejemplo, la aprobación de una nueva Ley de Pagos que está estrangulando a miles de pymes, acorraladas entre proveedores mayoristas que la aplican a rajatabla y grandes compradores que impiden su cumplimiento so pena de perderlos como clientes. Son abundantes los políticos que han desarrollado una carrera similar: se acercan al partido en su juventud con unos buenos padrinos, luego se convierten en líderes estudiantiles (sin ser muchas veces capaces de acabar ninguna carrera), después son colocados como asesores internos o en algún organismo controlado, y finalmente pasan a engrosar alguna lista local, iniciando una plácida vida a costa del erario público sin haber demostrado nada más que sometimiento a la voz de su amo. Estas peculiares carreras suelen provocar también un distanciamiento de la sensibilidad social que podemos comprobar incluso a nivel local. Recordemos la ocurrencia de despilfarrar 12.000 euros en un busto de Artur Mas, o la actual pretensión de la Diputació de gastarse casi 60.000 en cestas de Navidad.

Por si fuera poco, la evidente incapacidad de gran parte de nuestros dirigentes para ganarse medianamente la vida en el mundo privado favorece una actitud descaradamente acrítica. Como dijo Alfonso Guerra, “el que se mueva no sale en la foto”. Como consecuencia, son contados los políticos que se atreven a poner el dedo en la llaga sobre problemas capitales que todos observamos, enfrentándose al aparato, ante el temor a quedar fuera de las listas y perder un medio de vida tan desproporcionadamente ventajoso para sus méritos.

Por último y sin ánimo de generalizar, las listas cerradas también han favorecido la corrupción, pues invitan a mirar para otro lado ante los desmanes de los correligionarios. Cuando es la propia formación política la que ha colocado a un candidato en su puesto, las fechorías que éste comete salpican con especial virulencia sobre el propio partido. El miedo a la culpa in eligendo es la manta que ha tapado gran parte de la corrupción de este país durante décadas.

Me consta que en nuestra clase política podemos encontrar grandes profesionales y excelentes personas, pero junto a ellos convive una marabunta de chupópteros estériles y pelotas trepadores que convierten el conjunto en un monstruo desproporcionado, ineficaz y repulsivo. Nuestra experiencia cercana nos obliga a avanzar hacia un sistema electoral más participativo y abierto si aspiramos a separar el grano de la paja. Será complicado: no se dejarán.

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