Que viene el lobo



Publicado en el Diari de Tarragona el 16 de abril de 2023


A principios de año, con un par de semanas de vacaciones pendientes de disfrutar, decidí repentinamente hacer las maletas y volar hasta un lugar que llevaba décadas en mi lista de destinos pendientes: Atenas. Un buen amigo y experimentado viajero me había comentado, desde hacía tiempo, las bondades de realizar este tipo de escapadas en solitario. Sin mucho convencimiento al respecto, alquilé un pequeño apartamento en un barrio popular de la capital griega y me dispuse a sumergirme durante diez días en esta urbe caótica y monumental, aprovechando una época del año sin apenas presencia de turistas (además de unos precios de alojamiento y vuelo que rozaban lo ridículo). Y he de reconocer que esta experiencia inmersiva y a ritmo relajado resultó inmejorable.

De cara a la planificación de aquellas jornadas, consulté una web meteorológica con el objetivo de identificar los días de buen tiempo, para dedicarlos a realizar actividades al aire libre. Aparentemente disfrutaría de una estancia fría (era enero) pero bastante soleada. Eso sí, había una fecha en concreto que aparecía descrita en la pantalla de mi móvil con todo tipo de símbolos amenazantes: una nube negra, un rayo, densas precipitaciones… Lógicamente, decidí que aquel sería el día idóneo para visitar los tres museos que tenía en mente: el arqueológico, el bizantino y el de la Acrópolis.

Salí del apartamento de buena mañana. En cuanto pisé la calle, la tormenta hizo acto de presencia, aunque de forma moderada. Unas gotas sin importancia. A dos manzanas de mi portal, accedí a la estación de metro de Dafni, y tras recorrer las líneas roja y verde, llegué a la parada Victoria. Nada más asomarme a las estrechas escaleras que conducían al exterior, descubrí que la web meteorológica no exageraba. Apenas había pasado media hora desde que había entrado en el metro, pero en aquellos minutos el panorama había cambiado radicalmente: viento huracanado, lluvia torrencial, truenos ensordecedores… Me costó llegar hasta el Museo Arqueológico Nacional, que distaba unos pocos cientos de metros, con mi paraguas volteado por el vendaval. Recuerdo haber cruzado con dificultad la avenida Patission, con mis zapatos empapados por el agua que llegaba hasta los tobillos, formando pequeñas olas sobre la calzada por efecto de las ráfagas. No provengo de un lugar caracterizado precisamente por la ausencia de viento y lluvia, pero les aseguro que he vivido pocas tormentas como aquella.

Llegué extenuado a la taquilla, con la imperceptible alegría del náufrago que se tumba sobre la arena de la playa recién alcanzada. Ya estaba a salvo y bajo techo. Comencé a recorrer las espléndidas salas del museo, con una sensación de déjà vu continuo. En efecto, cada vez que me encontraba frente a una de aquellas conocidas piezas, volvía mentalmente a las clases de Historia del Arte de COU, magníficamente impartidas por mi difunto profesor D. Miguel Osés, siempre con su maletín de diapositivas. La máscara micénica del rey Agamenón, el efebo de Maratón, los frescos de Santorini, el jinete de Artemisión... Mientras caminaba por aquellas galerías, los truenos retumbaban desde el exterior con una intensidad que evidenciaba la virulencia de aquellas descargas.

Estaba observando la estatua de bronce del dios de Artemisio cuando, súbitamente, los móviles de los escasos visitantes que nos encontrábamos en la sala comenzaron a vibrar y a sonar con estruendo, emitiendo una especie de alarma que jamás había escuchado. Saqué el teléfono del bolsillo y comprobé que la pantalla mostraba un aviso de alerta de Protección Civil, escrito en griego y en inglés: ‘Mensaje de advertencia sobre clima severo para las próximas horas en su área. Reduzca cualquier movimiento durante este fenómeno, salvo que sea necesario. Siga las instrucciones de las autoridades’.

Aún conservo el pantallazo de aquel mensaje, que me sorprendió gratamente y me hizo pensar de inmediato en nuestras polémicas sirenas de emergencia química. Supongo que todos coincidimos en que, tras los últimos ensayos de este arcaico sistema en Tarragona, la frase más repetida en la ciudad siempre suele ser: ‘Pues yo no sabía que había un simulacro’. ¿Y si no lo fuera? Es obvio que la pasiva respuesta de la ciudadanía sería exactamente la misma, precisamente porque gran parte de la población suele desconocer anticipadamente la naturaleza de estos avisos, que casi siempre son programados. Deberíamos releer el cuento del pastor mentiroso. Ciertamente, no hace falta ser un genio para entender la total inutilidad de una alarma cuyos destinatarios suelen creer que no es real. Que viene el lobo.

Esta semana se ha realizado una prueba de alerta mediante móvil en nuestras comarcas, que puede ser valorada tanto positiva como negativamente. En efecto, positivamente, porque doy fe en primera persona de la incomparable eficacia de este sistema (estando en el extranjero, sin darme de alta en nada, operando a través de una compañía ajena), un modelo que permite, además, explicitar si se trata de una emergencia real o de un simulacro, impidiendo que acabe igualmente convertido en un dudoso aviso de lobos. Pero también puede juzgarse negativamente, porque sólo el 35% de los teléfonos mostraron la alarma (incluso un irrisorio 5% en el caso de algunos operadores). Supongo que nos encontramos ante una tecnología compleja que explica razonablemente este primer tropiezo, pero mi reciente experiencia en Atenas demuestra que se trata de un método ya existente e implementado exitosamente en otros lugares (y eso que Grecia no es, precisamente, Silicon Valley ni Singapur). Bienvenido sea este nuevo canal de prevención, que constituye un acierto incuestionable, pero que reclama que dediquemos los esfuerzos necesarios para hacerlo totalmente efectivo cuanto antes. En estos temas, llegar tarde equivale a no llegar.

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