Match point



Publicado en el Diari de Tarragona el 23 de abril de 2023


Las últimas semanas, de forma casual y por vías diferentes, han caído en mis manos dos pequeños escritos biográficos sobre un par de personajes que muchos de ustedes conocerán. El primero de ellos pone en valor la capacidad transformadora de la voluntad perseverante para hacer frente a las propias limitaciones. Por el contrario, la segunda hstoria ratifica la reflexión que pronuncia Anthony Hopkins en la maravillosa película ‘Tierras de penumbra’, interpretando a un C. S. Lewis devastado por una desgracia imprevisible: “En qué mundo tan peligroso vivimos”. Y, finalmente, el contraste de ambos recorridos vitales demuestra que, a veces, todo depende del lado del que caiga una moneda lanzada al aire, como reflejó agudamente Woody Allen en ‘Match point’ y su dubitativa pelota de tenis sobre la red.

Nuestro primer protagonista nació en el norte de Inglaterra a mediados de los años cincuenta, en el seno de una familia de clase media. Se educó en el Durham Chorister School, donde casualmente coincidió con el futuro líder laborista, Tony Blair. Desde pequeño mostró un gran interés por las asignaturas científicas, en las que obtenía excelentes calificaciones. Así logró ingresar en la Universidad de Newcastle, donde se graduó brillantemente en Ingeniería Eléctrica y Electrónica. Continuó sus estudios de posgrado en el Queen's College de Oxford, donde publicó una tesis sobre ‘Métodos adaptativos para el diseño de sistemas de control’.

Sin embargo, aunque su carrera parecía magníficamente encarrilada en el ámbito técnico, lo que verdaderamente le apasionaba era la interpretación, una posibilidad que parecía disparatada por un problema que arrastraba desde la infancia: la tartamudez. Aun así, decidió perseguir su sueño y convertirse en actor, inscribiéndose en un grupo de teatro. Poco a poco fue superando esta limitación y comenzó a hacerse un nombre en el mundo de la comedia. Los éxitos empezaron a multiplicarse (primero en la radio, luego en la televisión, y finalmente en el cine) especialmente tras crear un personaje que le dio fama mundial, y que le ayudó a amasar una fortuna aproximada de 150 millones de euros. Incluso Isabel II acabó nombrándolo Comendador de la Orden del Imperio Británico, por lo que hoy debemos referirnos a él como Sir Rowan Atkinson, conocido por todos como Mr. Bean.

La segunda biografía no deja tan buen sabor de boca. Debemos situarnos en la ciudad serbia de Kragujevac, donde nuestro otro protagonista nació a mediados de los sesenta. Cuando cumplió diecinueve años, con un físico imponente y una llamativa habilidad con el balón, fichó como defensa por el equipo local. Los ojeadores le seguían la pista y pronto saltó al Partizán de Belgrado. Poco después fue convocado por la selección yugoslava de Ivica Osim, jugando en 1990 su primer mundial en Italia. Casualmente, en octavos se enfrentó a la España de Butragueño, Sanchís o Míchel, y la dirección técnica del Real Madrid se fijó en él. Pocas semanas después vestía ya la camiseta blanca. Sin duda, había tocado el cielo, como jugador indiscutible en uno de los clubes más potentes del fútbol planetario: ingresos estratosféricos, mansiones despampanantes, jets privados, millones de seguidores…

Todo se torció el 19 de enero de 1991. Los merengues visitaban a su eterno rival, el Barça de Johan Cruyff. Mediaba la segunda parte y ambos equipos empataban a uno. En un saque de esquina a favor de los culés, el corpulento defensa se colocó prácticamente solo frente a su portero. El balón llegó sin peligro pero nuestro protagonista, en vez de despejarlo, realizó un movimiento desconcertante y lo mandó de cabeza a su propia red. Golazo. No fue un despeje fallido sino un auténtico remate de ‘killer’... pero en propia meta. La grada del Camp Nou no paró de corear su nombre hasta el pitido final con sarcástico entusiasmo. Aquel extraño cruce de cables marcó fatalmente su carrera, convertido ya en objeto de mofa internacional. Poco después, el jugador balcánico abandonó el Madrid por la puerta de atrás para recalar en Osasuna, donde su estrella comenzó a apagarse. El conjunto rojillo no le renovó, se quedó sin equipo y colgó las botas en 1997. Finalmente, regresó a su Kragujevac natal, donde emprendió un proyecto empresarial fallido y sufrió una aguda depresión. En la actualidad, Predrag Spasic, autor del histórico y ridículo “gol de Spasic”, trabaja como mozo de almacén por 400 euros al mes.

Ciertamente, cada uno de nosotros somos el arquitecto fundamental de nuestro propio futuro, como evidencia la vida de Atkinson. Pero, en contra del voluntarista mantra Disney de la autoconstrucción personal omnipotente (“puedes hacer todo lo que te propongas, sólo depende de ti”) la biografía de Spacic parece demostrar que también existen factores fortuitos que pueden arruinar un proyecto prometedor y bien trabajado. Yo mismo he sido testigo y protagonista de ello en varias ocasiones. En definitiva, somos responsables de nuestras vidas, sin duda, pero también existe la mala suerte, no como maldición, pero sí como hecho concreto (y en ocasiones, demoledor).

En cierto modo, el sistema norteamericano y el europeo son hijos de esa doble visión: el primero, basado en la atribución a cada individuo de la responsabilidad absoluta sobre todo aquello que le suceda (una mentalidad que frecuentemente degenera en el ‘sálvese quien pueda’); y el segundo, consciente de que no todos nacemos con las mismas posibilidades, comprometido con la implementación efectiva de determinados derechos universales, y sensible ante las necesidades de aquellos a quienes la vida no ha tratado con benevolencia. Personalmente, me quedo indiscutiblemente con el segundo, porque considero que se ajusta a la realidad humana de forma más honesta y realista. Nunca sabes a qué lado de la red caerá la pelota.

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