El tiro por la culata


Publicado en el Diari de Tarragona el 3 de abril de 2022


Durante las últimas dos semanas, he tenido el privilegio de conocer de primera mano la experiencia de varias víctimas directas e indirectas de la reciente invasión de Ucrania, gracias a diversas conversaciones mantenidas en diferentes foros con este colectivo. Algunas de estas personas acaban de llegar a nuestro territorio escapando de la guerra, mientras que otras hace ya tiempo que viven en nuestras comarcas. Sin duda, los sesudos análisis en clave histórica o geoestratégica tienen un gran interés, pero el reverso humano de este tipo de situaciones frecuentemente otorga una perspectiva de profundidad y alcance muy significativos. Me permito compartir algunas reflexiones que he podido extraer de estos encuentros.

En primer lugar, obviamente, la impresión fundamental que uno se lleva de estos acercamientos es un sentimiento de enorme empatía y compasión hacia estas personas, forzadas a abandonar repentinamente la ciudad que les vio nacer, el hogar donde residían con sus familias, el trabajo que les daba de comer, los parientes y amigos que conformaban su entorno emocional… Y lo han hecho, frecuentemente, lanzados a una aventura migratoria sin ningún tipo de garantías. Especialmente impactante resultó el relato de un hombre que recientemente organizó un convoy para traer a un grupo de mujeres y niños desde la frontera ucraniana. Me comentaba cómo tuvieron que detener el autobús a medio camino, pues entre ellas comenzó a contagiarse el temor a estar siendo captadas por una red de trata de blancas, y entraron en un estado de pánico tan lógico como difícil de imaginar en toda su crudeza.

Por otro lado, testimonios como éste también demuestran que las crisis más desoladoras son capaces de extraer lo peor, pero también lo mejor de nosotros mismos. Resultan increíblemente inspiradores el testimonio y el ejemplo de algunos voluntarios que lo han dejado todo para poder ayudar a perfectos desconocidos en su triste odisea para escapar de la muerte. Vaya desde aquí un reconocimiento para todos ellos.

En tercer lugar, reconozco que albergaba cierta curiosidad por saber si las víctimas de esta tragedia consideraban admisible o no el peaje que estaban pagando colectivamente por negarse a bajar los brazos frente a la agresión rusa. Y pude comprobar con admiración que, al menos entre los ucranianos con quienes he hablado, existe una convicción compartida de que rendirse nunca fue una opción. El coste de su admirable resistencia está siendo brutal, pero el precio de someterse a la nostalgia imperialista de Vladimir Putin habría sido aún peor con perspectiva intergeneracional. No quieren para sus hijos un país crónicamente ahogado bajo la bota del Kremlin.

Sin denunciarlo explícitamente, tampoco fue difícil percibir en algunos de ellos una cierta sensación de abandono por parte de los países occidentales. Y no se les puede reprochar, porque ha sido exactamente eso lo que ha sucedido. Llevábamos ya un tiempo tentándoles con nuestros cantos de sirena, y cuando la cosa se ha puesto fea, no se nos ha ocurrido otra cosa que comenzar a calcular si nos compensa o no acudir en su auxilio, y hasta dónde podemos implicarnos sin salir malparados. Lamentable.

En cualquier caso, como quinta y última reflexión, lo que parece evidente es que la invasión rusa está sirviendo para acrisolar la identidad ucraniana de una forma definitiva. Según algunos testimonios que he podido escuchar estos días, hasta hora convivían en el país perfiles culturales e idiomáticos que marcaban una mayor o menor afinidad con sus hermanos del este. Sin embargo, a raíz de la guerra, la inmensa mayoría de la ciudadanía se está uniendo como una piña en su rechazo al invasor y en su deseo de aproximarse a occidente.

A estas alturas del conflicto, nadie puede dudar de que la operación militar se está desarrollando de forma radicalmente diferente a la planeada por Vladimir Putin y sus generales. Los estrategas de Moscú daban por hecho una marcha triunfal sobre Kiev que les permitiría imponer dedocráticamente un gobierno títere, para convertir el país en una nueva Bielorrusia. Según comentan algunos analistas, el garrafal error de cálculo sobre la capacidad de resistencia ucraniana parece tener su origen en unos informes excesivamente optimistas de la división extranjera del FSB, la organización heredera de la antigua KGB, probablemente vinculados al hecho de que el sátrapa de San Petersburgo no parece un tipo que reciba con deportividad las noticias que contradicen sus deseos. Precisamente por ello, a la vista del resultado, el máximo responsable del espionaje ruso en Ucrania, Sergei Beseda, fue fulminantemente purgado a los quince días de iniciarse la contienda.

En cualquier caso, el sorprendente aguante del país agredido, bajo el mando de un Volodímir Zelenski convertido ya en héroe nacional, ha frenado enormemente lo que iba a ser un paseo militar (se rumorea que los jóvenes soldados rusos llevaban guardados en los tanques sus uniformes de gala, pensando en el desfile de la victoria que celebrarían en la plaza Maidán sin disparar un solo proyectil). Efectivamente, el estancamiento de las líneas del frente ha cambiado el formato de la operación militar, que ha dejado de ser una ocupación relámpago para convertirse en una invasión sumamente destructiva, con víctimas humanas y daños materiales de escala incalculable. Y, probablemente, el trágico balance derivado de la dilatación de esta guerra provocará que Moscú pierda emocionalmente a los ucranianos durante generaciones. Me impactó la forma en que una mujer confirmaba, en una de estas conversaciones, que no podía perdonar lo que los rusos les estaban haciendo, y que no podría hacerlo jamás. Observando los acontecimientos con perspectiva temporal, puede que a Putin le salga finalmente el tiro por la culata, al ver convertido su intento de sometimiento en el espaldarazo final para que Ucrania apueste definitivamente por girar su mirada hacia occidente.

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