El caballero blanco


Publicado en el Diari de Tarragona el 10 de abril de 2022


Tal y como se preveía, tras una crisis interna de profundidad y sonoridad inauditas, el PP ha elegido a Alberto Núñez Feijóo como caballero blanco que rescatará al partido de la conmoción de estos últimos meses. El incendio de febrero, provocado por la presidenta Isabel Díaz Ayuso (e ideado por su jefe de gabinete, Miguel Ángel Rodríguez) fue el detonante de esta catarsis obligada. Sin embargo, hace ya tiempo que Pablo Casado sufría una creciente contestación entre los suyos, debida fundamentalmente a dos factores.

Por un lado, en clave de gestión interna del partido, las malas artes empleadas por el equipo saliente habían provocado graves heridas de difícil cicatrización. En este punto, cobra especial protagonismo la figura del secretario general saliente, Teodoro García Egea. Eran muchos los líderes territoriales de la formación conservadora que apenas podían disimular su abierta lejanía (cuando no, su profunda animadversión) respecto de los criterios y las formas del Rasputín aceitunero de Génova. Su obsesión casi patológica por el control de todos los engranajes del partido provocó un estrepitoso choque de trenes con Isabel Díaz Ayuso, que terminó de forma humillantemente brusca con la carrera del político de Cieza.

En segundo lugar, el PP es una formación con una indudable vocación de gobierno, y por tanto, con tendencia a las estrategias resultadistas. En efecto, algunos pequeños partidos, sin renunciar obviamente a tocar poder, tienen conciencia de sí mismos como una mera herramienta testimonial, y consideran suficiente el objetivo de inocular su mensaje en el debate público e influir de alguna manera en las decisiones políticas que tocan sus temas de referencia, aunque este impacto sea muy leve. No es el caso de la organización popular, un aparato creado y diseñado para tomar el timón del gobierno, que se siente inevitablemente frustrado cuando ocupa los bancos de la oposición. En coherencia con este planteamiento, al margen de otras características personales como el talento o la experiencia, la mera capacidad para ganar elecciones no es un factor precisamente menor en la designación de sus líderes. Y la experiencia reciente parecía confirmar que Casado no era un candidato especialmente brillante en estos menesteres, incapaz de recuperar terreno en las encuestas frente a un gobierno con numerosos y clamorosos borrones en su historial.

En ambos terrenos de juego, todo apunta a que la persona que acaba de coger las riendas del partido puede ser una buena baza. Respecto del primer punto, Feijóo es un barón territorial con una visión aparentemente descentralizada en la forma de gestionar el aparato del PP (al menos, hasta ahora: ya veremos qué pasa al cambiar de posición), y en este sentido, es sumamente improbable que bajo su mando se repitan crisis internas como la de febrero. Y en cuanto al potencial electoral, el expresidente de la Xunta es un candidato habituado a arrasar en las urnas (ha cosechado cuatro mayorías absolutas autonómicas), hasta el punto de que los resultados en Galicia de Vox y Ciudadanos han sido prácticamente nulos durante estos años. Aun así, no todo son buenos augurios para el nuevo líder del partido de cara unas eventuales elecciones generales.

Por un lado, a su favor juegan las expectativas de buena gestión en un momento que lo requiere. Vivimos un contexto económicamente complejo, con unas previsiones que no terminan de despegar, una deuda pública disparada, unas cifras de ocupación muy preocupantes y una inflación desbocada. Y ya es una tradición electoral española que el PP llegue al poder en situaciones económicas agónicas, gracias a una convicción mayoritariamente arraigada entre la población de que los conservadores son más aptos que la izquierda para revertir las crisis. Por si fuera poco, los populares contarán con la fama de excelente gestor que Alberto Núñez Feijóo ha acumulado durante sus exitosos años al frente del gobierno gallego. En este sentido, algunas propuestas que podrían sonar electoralistas viniendo de otros candidatos (por ejemplo, bajar el IRPF), son capaces de llegar a la opinión pública con una presunción de viabilidad en boca de alguien a quien puede acusarse de cualquier cosa menos de frívolo.

Sin embargo, el nuevo líder del centro derecha tiene una piedra en el zapato que no es fácil de solucionar: ¿qué pasa con Vox? Por un lado, Feijóo puede sufrir electoralmente el síndrome de la manta corta, en su intento de centrar el mensaje del partido: si se tapa el cuello, los pies quedan al descubierto. Además, el dirigente orensano llega a Génova con intención de no coquetear con la formación ultra, pero lo cierto es que la esperanza popular de regresar a la Moncloa difícilmente podrá convertirse en realidad sin el respaldo de Abascal, aunque sólo sea en forma de abstención. De todos modos, en un eventual escenario donde el PP necesitase a la ultraderecha para regresar al gobierno, los populares podrían aprovechar las pulsiones básicas del electorado conservador, exigiendo este apoyo sin apenas contraprestaciones, pues los líderes de Vox difícilmente podrían justificar ante los suyos su negativa a acabar con la etapa socialista. Por otro lado, Feijóo no debería tener muy complicado explicar este respaldo ante la opinión pública, teniendo en cuenta que Pedro Sánchez conquistó la presidencia española gracias a la abstención de los exbatasunos de Bildu.

En cualquier caso, la llegada del gallego a la cúspide popular oxigena la política estatal desde una doble vertiente. Por un lado, normalizando y distendiendo las relaciones entre el presidente del gobierno y el líder de la oposición, como pudo comprobarse en el encuentro de esta semana en la Moncloa. Y por otro, impulsando la viabilidad de una alternativa creíble al ejecutivo, que constituye una necesidad en cualquier democracia mínimamente saludable. Si me permiten el símil futbolístico, Feijóo puede convertirse en el Xavi que acabe con el derrotismo aparentemente insuperable de los últimos tiempos. Vuelve a haber liga.

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