La casa de las dagas voladoras


Publicado en el Diari de Tarragona el 20 de febrero de 2022


Para entender la enésima noche de los cuchillos largos del Partido Popular, debemos remontarnos a mayo del año pasado, cuando Isabel Díaz Ayuso venció de forma avasalladora en las elecciones madrileñas. El liderazgo de Pablo Casado ya era entonces crecientemente cuestionado a nivel interno, fruto de su incapacidad para lograr un significativo avance popular en las encuestas, pese a tener enfrente a un gobierno que arrastraba manifiestos y variados puntos débiles. El despegue de la nueva lideresa capitalina multiplicó los nervios en los despachos genoveses, donde comenzó a urdirse una intriga para hundir a la controvertida pero flamante baronesa: la ‘operación cremas’. Este nombre rememora el bochornoso vídeo de 2011, que mostraba a la entonces vicepresidenta de la asamblea autonómica, Cristina Cifuentes, robando unos cosméticos Olay en el Eroski de Puente de Vallecas. Aquella grabación terminó provocando su dimisión como presidenta de la comunidad, para acabar su carrera política sumida en el más absoluto de los ostracismos.

En el actual caso de guerra sucia, según las filtraciones periodísticas aparecidas estos últimos días, fueron unos sujetos vinculados al ayuntamiento de la capital quienes impulsaron en octubre, a instancias del aparato popular, unas oscuras pesquisas sobre el hermano de la presidenta autonómica. El objetivo era lograr pruebas del eventual cobro de comisiones ilegales por parte de Tomás Díaz Ayuso, gracias a su papel de conseguidor en la adjudicación de un contrato de adquisición de mascarillas FPP2 y FPP3, por un importe de licitación de millón y medio de euros. Ante el fracaso de las averiguaciones internas, se intentó contratar presuntamente los servicios de una agencia profesional de detectives, pero el aviso Alberto Ruiz Gallardón sobre le perpetración de esta torpe iniciativa obligó a envainar la espada y desaparecer entre la niebla. Sin embargo, ya era demasiado tarde para borrar las huellas dejadas por el camino, y el asunto ha terminado explotando con una virulencia verbal inédita.

Al margen de los propios Casado y Ayuso, son tres los nombres que suenan con más fuerza en esta trama. Por un lado, como brazo ejecutor del espionaje, reaparece la siniestra y fétida figura de Ángel Carromero, antigua mascota de Esperanza Aguirre y secretario de Nuevas Generaciones del madrileño barrio de Salamanca, quien hasta ahora disfrutaba de despacho en Génova y sueldo público (nunca ha tenido uno privado) de 92.967,12 euros anuales. Lo recordarán por un turbio accidente de tráfico que protagonizó en Cuba, allá por el año 2012, que acabó con la vida de los disidentes Oswaldo Payá y Harold Cepero, y por el que paso una temporada en la cárcel. Se supone que actualmente trabajaba como director general de Coordinación General de la Alcaldía de la capital española, aunque su labor se limitaba presuntamente a promocionar cualquier movimiento interno que desgastase a Ayuso, y a escarbar en los cubos de la basura de la presidenta para encontrar algún clavo ardiendo que precipitase su defenestración. Una extraña mezcla de Maquiavelo, Torrente y el Pequeño Nicolás.

El segundo nombre que retumba en las alcantarillas genovesas, en este caso como instigador de esta fétida conspiración, es el del lanzador Guinness de huesos de aceituna, Teodoro García Egea, secretario general del partido con vocación de Rasputín ibérico. Y, por último, como probable destapador de la intriga, las miradas apuntan a Miguel Ángel Rodríguez, plenipotenciario jefe de Gabinete de Ayuso. Entre bastidores se le señala como responsable de las últimas filtraciones a los medios, que buscan ser la puntilla para un Pablo Casado en horas muy bajas. Tras la victoria pírrica de Mañueco y el ridículo en la votación de la reforma laboral, el antiguo ministro y portavoz del gobierno Aznar olió sangre y ha ido a degüello. Ahora o nunca. Y la militancia parece haberle comprado el relato.

En el momento de escribir estas líneas, aún no se conoce el final de esta crisis, que podría cerrarse de tres posibles maneras. Por un lado, puede que Casado y Egea logren tumbar a la presidenta madrileña, tras confirmarse que su hermano cobró una sustanciosa comisión por el contrato de las mascarillas (hay quien especula con la posibilidad de que, en este supuesto, se crease un nuevo partido liberal que sustituyese al agónico Ciudadanos con figuras como Cayetana Álvarez de Toledo y la propia Ayuso). En segundo lugar, puede que sea la dirigente investigada quien termine finiquitando la etapa de Casado al frente del PP, desatando una nueva guerra interna por ocupar la presidencia del partido. Y, por último, puede que se llegue a un improbable alto el fuego entre ambos bandos, con cesiones recíprocas: Ayuso debería someterse al liderazgo interno de Casado, y éste debería entregar a la Salomé del Manzanares la cabeza de García Egea en una bandeja de plata.

En cualquier caso, el partido saldrá muy debilitado de esta pelea navajera, que recupera la imagen del PP como formación caótica y corrupta, y donde los únicos beneficiados son el PSOE (que ya no necesita preocuparse por su adversario, porque se suicida solo) y VOX (que probablemente seguirá aumentando su respaldo con desencantados populares). En julio se celebrará el nuevo congreso del partido, y un amigo con buen ojo para el análisis político me sugiere la posibilidad de que Alberto Núñez Feijóo​ aparezca en verano como el caballero blanco que traerá el orden y la paz a la galaxia popular. Podría ser.

En cualquier caso, al margen de la ideología que defienda cada uno, el último tiro en el pie del PP constituye una desgracia sin paliativos para nuestra democracia. Un sistema político sano requiere la existencia de una alternativa seria y creíble, como acicate para la autoexigencia gubernamental. Y el incendio en la calle Génova acaba con esta posibilidad, o la deja en manos de una extrema derecha cada vez más desacomplejada. Bomberos, por favor.

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