El vandalismo como fenómeno meteorológico


Publicado en el Diari de Tarragona el 6 de febrero de 2022


Nunca es fácil decantarse por la película que uno considera su preferida, pero si tuviese que hacerlo, probablemente elegiría ‘Tierras de penumbra’. Esta magnífica obra de Richard Attenborough, magistralmente protagonizada por Anthony Hopkins, narra el breve romance que unió al novelista británico C. S. Lewis, en el otoño de su vida, con la desinhibida escritora norteamericana Joy Gresham. La cinta, basada en el también recomendable ensayo del Lewis ‘Una pena en observación’, afronta con una inusual profundidad algunas cuestiones complejas, como el sentido del sufrimiento o la resistencia a abandonar el área de confort emocional. También analiza el cambio de perspectiva que aporta la vivencia experiencial sobre un tema determinado, por mucho que hayamos reflexionado sobre él desde un plano estrictamente teórico.

Han sido muchos los artículos que he escrito en estas páginas sobre la creciente inseguridad que asola el centro de Tarragona desde hace ya algunos años, con algunos puntos especialmente calientes como la Part Alta y el área que la circunda. Hasta ahora había abordado este análisis desde la distancia que otorgaba el privilegio de ser un mero observador del fenómeno. Lamentablemente, hoy puedo hacerlo desde la posición de víctima directa de esta plaga, e intentaré compartir mi experiencia al respecto.

La tarde del viernes de la pasada semana, al volver del trabajo, aparqué la moto con la que me muevo por la ciudad y sus alrededores en la zona reservada para estos vehículos en el tramo superior del carrer Assalt, a escasos metros de mi domicilio. Ya el sábado, a media mañana, bajé a realizar unas compras y descubrí que la moto no estaba donde la dejo habitualmente. Tras el shock inicial, hice un esfuerzo mental por repasar lo que había hecho la víspera, por si la había estacionado en otro lugar y lo había olvidado. No había duda: el vehículo había desaparecido de donde lo había aparcado.

Volví a casa y llamé a los Mossos d’Esquadra para denunciar el robo. Me atendieron muy atentamente, y me recomendaron hablar antes con la Guardia Urbana, por si lo habían trasladado. El comentario me sorprendió, pero les hice caso. En efecto, un amable agente local me confirmó que una patrulla había encontrado la moto derribada en medio de la calzada, y que la habían movido a la calle Sant Magí, en un tramo vigilado por cámaras. Me dirigí a este punto, donde efectivamente encontré el vehículo, o lo que quedaba de él.

El espectáculo era desolador. Aparentemente, una piara de energúmenos lo había arrojado al suelo con tal violencia que los daños superaban todo lo imaginable: carenado derecho destrozado, sujeción de la pantalla rota, tubo de escape golpeado, retrovisor, empuñadura y freno hechos trizas… Además, habían abierto el baúl, sustrayendo mis guantes de invierno y los dos cascos modulares que acababa de comprar hacía un par de semanas. La factura de todo el desaguisado será dolorosamente elevada, y como mi seguro es a terceros, la compañía no abonará un solo euro por los daños ni por el robo. O sea, que el “divertimento” final de la fiesta etílica lo tendré que pagar íntegramente yo.

Pedí cita en la comisaría de los Mossos para interponer la denuncia correspondiente. El policía, correctísimo en todo momento, tomó nota de lo sucedido e incluyó las fotografías del destrozo en el expediente. No hacía ningún comentario, aunque su lenguaje no verbal podía interpretarse como un sencillo “vaya faena, ya lo siento”. Tras firmar el documento, pude obtener una única respuesta: “usted vaya mirando en páginas web de venta de segunda mano, tipo Wallapop, y si ve los cascos nos los comunica, por si podemos hacer alguna gestión”.

Que conste que no tengo ninguna queja sobre el trato dispensado por los agentes, tanto locales como autonómicos, que fue impecablemente exquisito. El problema viene de arriba, del estrato político donde se marca la estrategia de prevención y respuesta frente al salvajismo. Es ahí donde se decide que ninguna presencia policial o sistema de cámaras disuada a estos vándalos de causar reiteradamente este tipo de daños, que no esté protocolizada la toma de huellas en los vehículos que se atacan cada fin de semana para intentar identificar a los responsables, que tenga que ser la propia víctima quien deba rastrear los objetos que le han sido sustraídos porque la policía está para cosas más importantes…

La pregunta es evidente: ¿para esto cedemos al aparato público el monopolio de la fuerza en la lucha contra el crimen? Por si fuera poco, días después, sumido en este sentimiento de profunda rabia, impotencia e indignación, incluso tuve que soportar alguna desafortunada broma al respecto, con tan poca gracia como nulo sentido de la empatía, lo que demuestra hasta qué punto hemos interiorizado la inexorabilidad del gamberrismo impune, normalizando lo que es, a todas luces, intrínsecamente anormal.

Por lo visto, nuestra clase dirigente está ocupada en cosas mucho más esenciales que la protección colectiva, como el miedo a las tetas o los juicios por brujería del siglo XV. El vandalismo de borrachera parece una realidad inevitable, un fenómeno de la naturaleza como una granizada o un huracán, contra lo que nada se puede hacer, salvo sufrir en silencio sus consecuencias y pagar estoicamente la factura. Lo más indignante es que los ciudadanos abonamos este precio por duplicado: primero tributamos para sufragar un sistema que prevenga el delito o capture al delincuente, y después volvemos a abrir la cartera cuando falla estrepitosamente este servicio público básico. Es decir, que pagamos por una protección y por su ausencia. Pero cuidado, porque cuando esta sensación de vulnerabilidad, decepción y estafa se generaliza, arranca una espiral de desafección respecto del poder público con efectos impredecibles. Conviene no sobrevalorar la paciencia de la ciudadanía.

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