El aeropuerto de los Hermanos Marx

Publicado en el Diari de Tarragona el 2 de agosto de 2020


La pandemia que actualmente padecemos ha obligado a establecer ciertos protocolos preventivos, aunque los criterios de fondo no han sido siempre los mismos en todos los países. Así, mientras otras naciones europeas y asiáticas han apostado por la focalización en los entornos de riesgo, la proactividad en la monitorización y la aplicación de las nuevas tecnologías, nuestra estrategia básica se ha centrado en la prohibición y la imposición indiscriminadas de ciertas conductas o actividades. Y como a un español no hay quien le pare cuando se pone a dar órdenes, nuestro planteamiento ha tenido como consecuencia numerosas situaciones esperpénticas.

Precisamente, hace poco viví una pequeña odisea en el aeropuerto de Barcelona que me gustaría compartir con ustedes, por si les sirve para escarmentar en cabeza ajena. Y que conste por adelantado que la responsabilidad fue compartida: mía, por tener la costumbre de llegar apurado al embarque, pero también de los gestores de esta infraestructura, que parecen desconocer que lo primero que se espera de un equipamiento de este tipo es que sea claro, previsible e intuitivo para el usuario.

Pronto se cumplirán dos años desde que el Consejo de Ministros acordara rebautizar este aeropuerto con el nombre de Josep Tarradellas, un gesto de reconocimiento hacia el primer President de la Generalitat tras la restauración democrática (al margen de otras finalidades de táctica política que ahora no vienen al caso). Sin embargo, algunos regalos pueden ser envenenados, y apuesto a que más de un turista se irá de nuestras comarcas con animadversión hacia el nombre de este ilustre personaje, tras sufrir en carne propia los kafkianos cambios en los accesos que se han decretado últimamente. De hecho, quizás sería más atinado renombrarlo temporalmente como ‘Aeropuerto Hermanos Marx Barcelona-El Prat’, al menos mientras duren las medidas excepcionales vinculadas al coronavirus. Incluso podrían rebautizarse las terminales con los nombres de Groucho, Chico, Harpo… En fin.

Como les decía, la semana pasada tuve que coger mi primer vuelo tras el confinamiento. Llegué bastante apurado de tiempo (mea culpa), con la engañosa convicción de enfrentarme a un entorno conocido y controlado. Craso error. Estacioné mi vehículo en el parking de la Terminal 1, y desde allí me dirigí a la pasarela de la planta 2 que da acceso al edificio principal, una enorme galería que se encontraba cerrada con una cinta de prohibición. Mi vuelo despegaba a una hora intempestiva, de modo que el aeropuerto estaba prácticamente vacío y todavía no se había formado esa corriente humana que a veces nos saca del laberinto. Ningún camino indicado, ninguna flecha orientativa, ninguna persona clarificando el camino correcto. Ligeramente nervioso, volví al aparcamiento y vi unos pequeños carteles (DIN A4) donde se anunciaba que debía bajarse a la planta 0, pero allí tampoco había ninguna señalización. Di varias vueltas por la zona, temiendo darme de bruces con un Minotauro a la vuelta de cualquier esquina. Mientras intentaba localizar el puente que me permitiera superar aquel foso inexpugnable, me crucé con varios zombis que vagaban con trolley y sin rumbo como yo. Crecientemente inquieto, asalté a un amable taxista que me indicó la salida: una puerta que apenas se ve desde el parking, y que se orienta en sentido inverso al natural. Y mientras tanto, el tiempo pasaba.

Por lo visto, la lucha contra el coronavirus exigía alterar las rutas interiores a las que estamos habituados los viajeros, obligando a entrar por una puerta que muchos ni siquiera sabíamos que existía, y desde donde se accede después… ¡al mismo hall que desde la pasarela del parking! Dicho de otro modo, cierran el paso con una cinta, montan un ‘escape room’ en el aparcamiento, y al final acabas exactamente al otro lado de aquella misma cinta. ¡Bravo! Una atenta trabajadora del aeropuerto me aclaró tan sorprendente medida, en contraste con la brusca displicencia de otra joven (perdóneme usted por existir) a quien tuve que consultar la ruta poco después. Para colmo, algunas compañías han decidido que llevar equipaje de mano en cabina conlleva un riesgo de contacto inasumible para los viajeros (exacto, para esas mismas personas que luego van a pasar varias horas hacinadas en una caja de zapatos, codo con codo). Esta nueva directriz obliga a transportar en bodega cualquier bulto de tamaño medio, por lo que resulta ineludible pasar previamente por facturación de equipajes, salvo que tu plan sea disfrutar de un fin de semana en un resort nudista.

Para no extenderme más, y como era de prever, terminé perdiendo el avión. Afortunadamente, localicé un vuelo para dos días después, de modo que podía regresar a Tarragona y volver a intentarlo 48 horas más tarde. Pero el sainete no había acabado todavía. Había contratado una plaza en el aparcamiento de AENA para aquellos días, y en la ventanilla del parking me informaron de que la reserva sólo permitía entrar y salir una vez (¡hasta en las discotecas te ponen un sello en la mano si tienes que ausentarte un momento!). Es decir, que si me iba a casa perdería la cantidad prepagada porque no podría volver a acceder con la misma reserva, un disparate que me obligó a pagar por separado ese tiempo de paseo por la T1, aparte del coste global… ¡que incluía esas mismas horas! De traca.

Justo antes de recoger mi vehículo, me crucé con un par de grupos de viajeros sudorosos, dando vueltas como un pollo sin cabeza, con el mismo gesto de nervios y desconcierto que yo tenía un par de horas antes. Me acerqué a ellos para explicarles aquel caos y evitarles la frustración que yo acababa de sufrir, un gesto mínimo que me agradecieron con ojos casi vidriosos. Después de todo, mi pequeña odisea no fue totalmente en vano. Moraleja: si tienen que volar estos días, vayan con tiempo.

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