Antes muerta que sencilla

Publicado en el Diari de Tarragona el 20 de agosto de 2020


El PP anunció el pasado lunes el nombramiento de Cuca Gamarra como nueva portavoz de su grupo parlamentario en el Congreso de los Diputados, en sustitución de la vehemente Cayetana Álvarez de Toledo. La verosimilitud de esta hipotética defenestración aumentaba desde hacía meses, a medida que el partido de Pablo Casado parecía virar -con la lenta pesadez de un trasatlántico- desde una posición nítidamente conservadora hacia un perfil más cercano al centro derecha. Por lo visto, la gota que colmó el vaso del presidente popular fue la entrevista que la diputada concedió el pasado fin de semana. En ella, la dirigente fulminada volvía a confirmar su calidad de verso suelto, una figura que -reconozcámoslo- ningún partido de nuestro entorno admite pacíficamente. Entre sus declaraciones más controvertidas, y abiertamente contrarias a la línea marcada por la ejecutiva, destacaban sus críticas a la espantada de Juan Carlos I a los países del Golfo (nunca mejor dicho). 

La propia afectada aireaba públicamente las interioridades del cese, declarando que “el señor Casado me ha dicho esta mañana que la entrevista con El País ha sido un ataque a su autoridad”. Esta revelación, narrada en forma aparentemente descriptiva, escondía un evidente reproche hacia el modelo gregario que caracteriza el funcionamiento interno del PP. Sin embargo, este martillo envuelto en seda pronto quedó al descubierto. En efecto, el comienzo aparentemente calmado de su comparecencia dio paso a una enmienda a la totalidad frente a la forma en que Génova ha ejercido su liderazgo, un calentón previsible en una mujer de verbo incontenible: “Casado trató de restringir al mínimo la autonomía de la dirección del grupo desde el principio. Mi concepción de la libertad es incompatible con la suya de autoridad. Los partidos deben ser organizaciones de personas que trabajan desde su criterio propio. En España infravaloramos el pensamiento crítico. La discrepancia no es sinónimo de deslealtad”. Se trataba de una denuncia procedente y extensible a la mayoría de formaciones de nuestro país, aunque también sorprendente, viniendo de una persona que conocía perfectamente las dinámicas de nuestro parlamentarismo cuando dio el salto a la política. 

Pero las divergencias venían de lejos. Los barones del ala moderada (especialmente Alberto Núñez Feijóo) y el secretario general (Teodoro García Egea) nunca vieron con buenos ojos la irritante prepotencia de una diva excesivamente escorada a la derecha, empeñada en demostrar continuamente su resistencia a someterse al imperio de la ejecutiva. La falta de pelos en la lengua de la ex portavoz en el Congreso quedó en evidencia cuando chocó frontalmente con los líderes del partido en Euskadi, a quienes acusó de contemporizar con el discurso nacionalista. Fue ella quien salió vencedora de aquella crisis interna, que condujo a la sustitución del antiguo ministro Alfonso Alonso por Carlos Iturgaiz, quien a su vez protagonizó el bochornoso descalabro de los populares vascos en las últimas autonómicas. Tampoco se quedó corta la dirigente defenestrada cuando, desde la tribuna de la Cámara Baja, no dudó en acusar a Pablo Iglesias de ser hijo de un terrorista. Son dos las reflexiones que me sugiere esta destitución. 

Por un lado, sintonizo a nivel personal con la visión de Cayetana Álvarez de Toledo sobre el modo en que debería gestionarse la divergencia en el seno de las formaciones políticas. El borreguismo acrítico que caracteriza las dinámicas internas de nuestros partidos es una enfermedad sistémica que malgasta el talento personal, coarta la iniciativa individual, fomenta cesarismos antidemocráticos, demoniza la pluralidad, anula la libertad de pensamiento, construye falsas unanimidades, e idiotiza el debate público. Sin embargo, la alternativa a este modelo sólo cobra sentido cuando se integra en un sistema de listas abiertas, que convierte en objeto de voto a un candidato específico, con sus propias ideas y propuestas, aunque se enmarquen en un proyecto más amplio. Lamentablemente, en la mayor parte de nuestros procesos electorales, lo único que se nos permite es elegir entre un escueto muestrario de siglas, y en consecuencia es razonable que el mensaje de cada organización sea lo más homogéneo posible. 

En segundo lugar, la decisión de Pablo Casado de mostrarle la puerta a Álvarez de Toledo puede ser también interpretada en clave estratégica. Nos encontramos ante una señal nítida que consolida el giro centrista que el PP desea imprimir a su relato, y este volantazo implica que Génova da por concluida la fase de alerta electoral provocada por la irrupción de la ‘nueva política’. En efecto, los populares se han sentido muy incómodos estos últimos años, rodeados por dos partidos que pretendían comerse un trozo de su pastel, y extremaron su mensaje cuando creyeron que Abascal podía acabar con su hegemonía conservadora. El replanteamiento de esta estrategia destapa su convicción de que la ultraderecha ya ha alcanzado su techo electoral. Además, Inés Arrimadas se encuentra atareada recuperando la identidad de centro liberal que abandonó alocadamente Albert Rivera, de modo que el PP puede resituarse cómodamente ahora en el espacio natural de la derecha moderada. 

Supongo que serán muchos los periodistas que echarán de menos los titulares que Cayetana Álvarez de Toledo regalaba cada semana, gracias a su lenga afilada o bífida, según el criterio del observador. En cualquier caso, este episodio demuestra que la autoestima es una cualidad indudable en su justa medida, pero un defecto suicida cuando rebosa la copa. Y la antigua portavoz popular ha preferido inmolarse, con tal de no adoptar una actitud más humilde y acorde a una dinámica de equipo. Antes muerta que sencilla.

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