Mesas calientes

Publicado en el Diari de Tarragona el 10 de mayo de 2020


Nuestra vida cambió hace ya dos meses. Los colegios cerraron sus puertas, las tiendas bajaron la persiana, dejamos de salir a la calle, cubrimos nuestros rostros con mascarillas, aprendimos a trabajar desde casa… El mundo se paró de un día para otro. Y ahora vamos a iniciar el camino inverso, sin prisa, para evitar el rebrote. Desde mañana nos moveremos con mayor libertad, los comercios comenzarán a reabrir, las escuelas recuperarán el pulso, prescindiremos de las mascarillas cuando se descubra una vacuna… Pero es probable que uno de los cambios sufridos durante este período subsista a la desescalada, aunque no con la intensidad de estas semanas: el teletrabajo.

Vivimos en un entorno donde esta modalidad laboral ha sido habitualmente una excepción derivada de una limitación: la incapacidad para moverse (por ejemplo, por una enfermedad), la carencia de una oficina (por ejemplo, por tratarse de un negocio incipiente), la falta de disponibilidad (por ejemplo, por tener que cuidar a alguien), etc. Casi siempre el trabajo desde casa ha sido una necesidad, no una decisión, y aún menos un sistema. Según datos de Eurostat, mientras en Luxemburgo teletrabaja en 2018 el 11% de su población activa, en Finlandia el 13%, o en Holanda el 14%, en España lo hacía poco más del 4%.

Son muchas las razones que pueden explicar este pobre porcentaje: el reparto sectorial de la economía en cada país (es más fácil trabajar online en los servicios que en la construcción o la industria), la diferente velocidad de universalización tecnológica (el nuevo teletrabajo exige que todos los implicados estén conectados), etc. Sin embargo, creo que existe un factor, más vinculado a la mentalidad que a la técnica, que ha marcado nuestra obsesión presencialista: la desconfianza. En efecto, gran parte de los empresarios del sur de Europa se han resistido a introducir este modelo porque recelaban de la profesionalidad de sus plantillas si carecían de supervisión física. Como recoge el dicho catalán, “qui té mossos i no els veu, es fa pobre i no s'ho creu”. Precisamente, esta suspicacia conceptualizaba el teletrabajo como un sistema que beneficiaba exclusivamente al empleado (que evitaba ser controlado) en perjuicio del empresario (que perdía productividad). Como consecuencia de esta desconfianza, España ha quedado en el vagón de cola de esta variante laboral, y la fulminante necesidad de trabajar en casa como consecuencia del Covid-19 ha pillado con el pie cambiado a la mayoría de compañías.

Aun así, el ímprobo esfuerzo realizado estas semanas para adecuarnos a esta situación excepcional ha obtenido sus frutos, y han sido cientos de miles los profesionales que han logrado asumir con éxito las habilidades, actitudes y herramientas que exige esta dinámica de trabajo. Sin embargo, toda esta labor de adaptación podría terminar convertida en papel mojado sin una evolución paralela en la orilla empresarial, algo que muchos habríamos considerado improbable. Pero, contra todo pronóstico, se está produciendo.

En efecto, el confinamiento ha obligado a una ingente cantidad de compañías a desarrollar métodos de trabajo online de forma urgente e involuntaria (a la fuerza ahorcan), pero esta experiencia ha logrado desterrar viejos temores y ha revelado una oportunidad de optimizar los recursos. Por un lado, gracias a las nuevas herramientas tecnológicas a las que todos nos hemos habituado durante estas semanas, los directivos de innumerables organizaciones privadas y públicas han descubierto que el trabajo desde casa apenas tiene incidencia sobre la productividad. Y en paralelo, dichas compañías y administraciones han detectado una enorme bolsa de gasto que pueden ahorrarse implementando esta modalidad laboral.

Sin duda, uno de los principales desembolsos que deben afrontar la mayoría de organizaciones (especialmente en el ámbito público y en el sector servicios) se destina a la adquisición o alquiler de los inmuebles donde se desarrolla su actividad, y a sufragar los suministros vinculados a estos locales y oficinas: calefacción, aire acondicionado, iluminación, mantenimiento, limpieza, teléfono, internet... Después de dos meses con estas instalaciones vacías, son muchas las empresas e instituciones de nuestro entorno que se han percatado de cuánto podría reducirse esta factura mediante el teletrabajo. Me llegan noticias de una gran administración catalana que está estudiando esta posibilidad, y de una conocida aseguradora que quizás sólo mantenga uno de los cuatro edificios que actualmente ocupa en Barcelona. Los trabajadores se ahorran los desplazamientos y mejoran la conciliación familiar, y las organizaciones reducen su gasto en espacios de trabajo. Win-Win. Y para colmo, la sociedad reduce los perjuicios derivados de la desaforada movilidad de los últimos tiempos: ciudades saturadas, emisión de gases nocivos, contaminación acústica, accidentes de tráfico…

Sin embargo, no todo es blanco o negro. Por un lado, es evidente que las relaciones personales que se desarrollan en el trabajo son un pilar fundamental en el ecosistema social y emocional de muchas personas. Y por otro, son frecuentes los puestos teletrabajables que requieren esporádicamente el contacto directo para obtener los frutos deseados: negociaciones, encuentros de coordinación, formaciones de perfil práctico, etc. Por ello, debemos comenzar a pensar en la generalización de sistemas laborales mixtos, en los que parte del trabajo se realice desde el hogar, pero acudiendo también a la empresa una o dos veces por semana para aquellas tareas que mejoran sustancialmente cuando se realizan presencialmente. Es el modelo de ‘mesas calientes’ (un término importado de las ‘camas calientes’ de submarinos y alojamientos precarios), basado en el mantenimiento de las áreas de oficina imprescindibles, normalmente de diseño abierto, que son utilizadas de forma sucesiva por personas que sólo acuden allí unos días al mes. Es el futuro.

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