¿Eterno retorno?

Publicado en el Diari de Tarragona el 7 de mayo de 2020


Falta menos de un año para el cuarenta aniversario de la crisis de la colza. Casualmente, la semana pasada estuve viendo un documental sobre este trágico síndrome que acabó con centenares de vidas, golpeando con especial virulencia a familias de escasos recursos en el cuadrante noroeste de la península: Madrid, Castilla y León, Cantabria, Asturias, Galicia... A pesar de las notables diferencias con la pandemia que hoy padecemos (causa, envergadura, responsabilidad) resultó inevitable detectar varios paralelismos con los tiempos actuales a medida que avanzaba la emisión.

Por un lado, al igual que sucedió el pasado mes de marzo, los sistemas de salud de la época se vieron de pronto desbordados por una afección prácticamente desconocida, a la que tuvieron que enfrentarse con medios insuficientes. En el plazo de unas pocas semanas, una marea de ciudadanos acudió en masa a las salas de urgencias de los hospitales, presentando un cuadro de síntomas similar: hipertensión pulmonar, mialgias, neumonía con infiltrados intersticiales… Hubo que investigar y tratar al mismo tiempo un síndrome que alcanzó a decenas de miles de pacientes en un cortísimo espacio temporal. Los profesionales sanitarios ni siquiera sabían si se trataba de una enfermedad contagiosa, lo que no fue obstáculo para que ofrecieran una lección de esfuerzo y entrega que salvó miles de vidas, al igual que está sucediendo ahora mismo.

En segundo lugar, durante el desarrollo de aquella crisis sanitaria, también aparecieron los inevitables grupos conspiranoicos que atribuyeron aquella tragedia a sus enemigos habituales sin aportar ninguna prueba: unos reprochaban las muertes a un pesticida de Bayer utilizado en unas plantaciones de tomates en Almería, mientras otros culpaban al ejército americano de haber intoxicado a la población desde su base en Torrejón de Ardoz. Finalmente se demostró que la enfermedad fue causada por un grupo de empresas que importaron desde Francia varias partidas de aceite industrial, que posteriormente fue destilado y distribuido para su consumo alimenticio. También en la crisis del Covid-19 hemos tenido profetas de la anticiencia, negando la existencia de un problema sanitario objetivo o proponiendo soluciones que atentan contra los principios básicos de la medicina moderna. Yo mismo tuve este fin de semana una tensa discusión con una terapeuta alternativa a quien aprecio sinceramente, quien seguía insistiendo en que nos encontramos ante un problema básicamente psicosomático. Asombra cómo estos colectivos mantienen un discurso alineado con los mensajes de Trump o Bolsonaro, respaldados por los camisas pardas digitales de la ultraderecha antiintelectualista norteamericana como Next News Network. Ahí tienen al presidente de EEUU proponiendo inyectar lejía a los enfermos, y al agrovisionario Josep Pàmies diciéndonos que beber desinfectante MMS cura el coronavirus (además del ébola, la malaria y el autismo). Los extremos se tocan.

Por último, la reacción pública a la crisis de la colza fue también objeto de una agria polémica. Al margen de la penosa respuesta judicial al escándalo (el macrojuicio inicial se saldó con penas ridículas e indemnizaciones inviables, que fueron afortunadamente revisadas por el Tribunal Supremo más de una década después de la intoxicación), este desastre sanitario marcó los últimos meses de gobierno de la UCD. El director general de la Salud restó importancia al asunto, señalando que se trataba "de un brote nada peligroso". Tampoco estuvo muy fino Jesús Sancho Rof, al afirmar que "es menos grave que la gripe”. Nos suena, ¿verdad? El entonces ministro de Sanidad añadió una frase que ha pasado a la historia del ridículo político: “Lo causa un bichito tan pequeño que, si se cae de la mesa, se mata". Y algunos se quejan de Salvador Illa… Hubo que esperar más de un año para que el Congreso de los Diputados aprobara una batería de medidas que atajase las consecuencias del envenenamiento masivo. Algunos analistas defienden que esta tragedia supuso la puntilla que acabó con la ya agonizante Unión de Centro Democrático, y otros creen que la gestión del Covid-19 puede terminar con el romance entre PSOE y Podemos.

Los paralelismos entre ambas crisis de salud podrían llevarnos a pensar que vivimos inmersos en un ‘eterno retorno’ colectivo, sin capacidad de aprendizaje ni rectificación. Personalmente, interpreto esta comparación en sentido exactamente contrario. Todo es mejorable, obviamente, pero la rapidez y eficacia con que ha reaccionado nuestro modelo sanitario frente al coronavirus dista sensiblemente de la experiencia vivida durante el síndrome de la colza. Y desde la perspectiva política, la mayor parte de las autoridades estatales, autonómicas y municipales se han sometido al criterio de los científicos en la respuesta a la pandemia (por contraste, recordemos cómo el director del Hospital del Rey fue fulminantemente cesado, en mayo de 1981, tras sugerir que aquella neumonía atípica se contraía "por vía digestiva").

Afortunadamente, todas las crisis suelen constituir una oportunidad de mejora. Incluso la penosa gestión política del síndrome del aceite adulterado tuvo unas enseñanzas que permitieron avanzar de forma significativa. De hecho, aquella tragedia marcó un antes y un después en las normativas alimentarias y de protección al consumidor. También el proceso que actualmente estamos padeciendo nos interpela sobre qué aspectos podrían mejorarse para optimizar nuestra resiliencia de cara al futuro. Algunos parecen evidentes: protocolos de respuesta inmediata en el ámbito de la sanidad y su aprovisionamiento, reforzamiento de la financiación del sistema de salud, incremento de las partidas destinadas a la investigación, previsión de modelos de enseñanza remota para situaciones de emergencia, sistemas de coordinación y colaboración institucional, planes de ayuda rápida al tejido productivo, etc. La identificación, el análisis y el desarrollo de estos retos constituirán la única vía para que no vivamos esta crisis en balde.

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