Gobernantes de talla media
Los últimos sondeos del
CIS alertan sobre la pésima imagen que los españoles tienen de la clase
política que les gobierna, a la que consideran el segundo mayor problema tras
el paro. Esta funesta valoración tiene frecuentemente una vinculación directa
con el lamentable nivel formativo y profesional que los ciudadanos detectan en
sus principales dirigentes, un reproche transversal que se encona cuando se
asocia con los salarios medios de los interfectos.
Frente a la sensación
mayoritaria que puede percibirse entre la ciudadanía, los análisis comparativos
que han proliferado durante los últimos tiempos parecen demostrar que nuestros
políticos ni son muchos ni cobran mucho. Más bien al contrario. La proporción
de cargos públicos por habitante se encuentra en un tramo razonable a nivel
europeo, y muchos de sus sueldos incluso están por debajo de la media. Como no
podía ser de otra manera, estas estadísticas suelen ser frecuentemente usadas
por la clase dirigente para cubrirse las espaldas, especialmente cuando ejercen
esa tradición tan hispánica de subirse las retribuciones a sí mismos, un
trámite que goza siempre de un respaldo a la búlgara.
Si nuestros ratios se
encuentran en la zona templada de nuestro entorno, ¿de qué nos quejamos los ciudadanos?
Nuestra capacidad para descubrir motivos de reproche resulta infinita cuando
hablamos de políticos o banqueros. Sin embargo, también parece razonable pensar
que uno de los puntos centrales de este descontento tiene que ver con la visión
del aparato político como un inmenso colocódromo donde miles de personas,
frecuentemente mediocres, obtienen una posición y una retribución que les
resultarían inalcanzables en el mundo laboral, atendiendo a sus características
académicas y profesionales, ejerciendo además un trabajo que apenas soporta
fiscalización real. Es decir, el problema no es el cuánto, sino el cuánto a
cambio de qué.
Es probable que en
España haya casi cuarenta millones de recetas diferentes para solucionar esta
cuestión, pues cada ciudadano tiene una perspectiva diferente desde donde
observa los mismos problemas que son evidentes para todos. Como decía
sarcásticamente Clint Eastwood, «las opiniones son como los traseros: todos
tenemos uno». Partiendo de esta premisa, y aunque una primera impresión podría
llevar a la conclusión de que nos encontramos ante un único tema, el análisis
sobre la preparación y sobre los salarios de nuestros políticos deberían
abordarse en diferentes planos.
Por un lado, nos
encontramos con las dudas sobre la capacitación de los cargos electos, una
percepción que tiende a solidificarse cuando comparamos la categoría de la
élite política de hace tres décadas con la que triunfa en la actualidad. Esta
progresiva degeneración quizás sea una consecuencia directa de nuestro sistema
de elección, pues las listas cerradas han gestado unos cuadros intermedios
(concejales, diputados, senadores) que no responden directamente ante los
votantes sino ante el aparato de su partido.
La designación de
candidatos se realiza en la práctica de arriba hacia abajo, y la limitada
cualificación de las cúpulas desciende necesariamente en cascada hacia los
estratos inferiores, pues quienes deciden estos puestos no buscan perfiles
preparados y brillantes, sino sumisos y suficientemente mediocres para no
hacerles sombra.
Ese fenómeno, junto con
la alarma pública generada por la corrupción, provoca que muchas personas
magníficamente preparadas muestren serios recelos para dar el salto a la
política, pues consideran que este paso emborrona más que abrillanta su
prestigio. La escasez de vocaciones políticas de cierta talla esculpe así unos
partidos dominados por una élite mayoritariamente ramplona, que es la que
precisamente decide las listas electorales, cerrándose así una inquietante
espiral de decadencia en la que llevamos varias décadas inmersos.
Por otro lado, y como
consecuencia de lo anterior, el nivel salarial medio de nuestros políticos es
frecuentemente considerado un disparate si atendemos al perfil de sus
beneficiarios. Dicho de otro modo, parece razonable que un diputado o concejal
cobre lo que cobra por las responsabilidades que conlleva su puesto, pero
viendo quién ocupa esos escaños en concreto, más que una retribución parece que
reciben un auténtico premio de lotería.
La rigidez de estos
salarios provoca, en primer lugar, que todo tipo de espabilados y trepas
ingresen unas cantidades desorbitadas en relación con su cualificación por el
mero hecho de tener carnet y obedecer al líder; y en paralelo, impide que
muchas vocaciones de gran valía se dediquen temporalmente al servicio público,
porque la renuncia económica que les supondría esta decisión conllevaría un
sacrificio económico casi heroico.
Observando los dos
problemas planteados, cabría sugerir sendos remedios para intentar revertir la
actual tendencia. Por un lado, es inaplazable una reforma que obligue a los
partidos a funcionar de una forma verdaderamente democrática a nivel interno, y
que nos acerque a un modelo en el que sean los ciudadanos quienes tengan un
mayor protagonismo en la designación y fiscalización de sus representantes, más
allá de elegir entre A, B o C.
En paralelo, debemos
explorar sistemas de retribución flexible para nuestros gobernantes (por
ejemplo, vinculando su remuneración institucional con el salario que percibían
antes), para evitar que el acceso a un cargo público sea un chollo para los
peores y una ruina para los mejores. La implantación de este tipo de medidas
condicionará la categoría de nuestra clase política en el futuro.
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