Cuando la solución es el problema

Publicado en el Diari de Tarragona el 28 de julio de 2019


En su estudio del pasado mes de junio, el Centro de Investigaciones Sociológicas ha refrendado científicamente una percepción que podía concluirse fácilmente escuchando durante media hora las conversaciones en cualquier barra de bar: los españoles consideran que sus políticos son el segundo mayor problema del país, sólo por detrás del desempleo. Según esta encuesta, los ciudadanos ven en nuestra clase dirigente una amenaza aún mayor que el discutible estado de nuestra economía, que el colapso medioambiental, que las preocupantes carencias de nuestro sistema educativo, que los crecientes problemas con la sanidad, que la lacra de la violencia doméstica, que la evidente crisis de valores… Para hacernos una idea de la magnitud de las cifras, los españoles que identifican como problema la independencia de Catalunya ni siquiera llegan a un tercio de quienes señalan a sus señorías como la gran enfermedad de la piel de toro. Son cuatro los factores que, en mi opinión, explican esta sensibilidad social. 

Por un lado, el sistema para designar los candidatos a los diferentes puestos públicos no favorece la concurrencia de las características que los ciudadanos esperan de sus gobernantes. Efectivamente, las listas cerradas otorgan a los partidos el enorme poder de diseñar unilateralmente las listas, lo que se traduce en una oferta a los ciudadanos que en el fondo es un simple contrato de adhesión. Este modelo tiene dos efectos negativos: por un lado, provoca cierta desafección entre del votante, que apenas puede elegir entre dos o tres posibilidades viables; y por otro, favorece que el tipo de político que triunfa en el sistema no sea el más preparado sino quien se comporta de forma más acrítica y servil con el aparato de su partido. No es extraño, por tanto, que dirigentes con este perfil acaben convirtiendo la política en su profesión definitiva, teniendo en cuenta el escalafón profesional notoriamente inferior que disfrutarían en el mundo laboral. 

En segundo lugar, vinculado con lo anterior, nuestro sistema apenas dispone de recursos para atraer talento hacia la vida política. Son dos los principales motivos que explican este fenómeno. En primer término, la modesta talla profesional media de nuestros dirigentes y los numerosos casos de corrupción acaecidos durante las últimas décadas han hundido el prestigio social de la labor política, y son pocas las personas académicamente preparadas y laboralmente exitosas que quieren verse inmersas en un mundo popularmente asociado a mediocres y chorizos. Además, hacer un paréntesis en la propia carrera puede suponer un sacrificio que no todos se pueden permitir, tanto desde un punto de vista económico (un profesional de alto nivel gana mucho más que un concejal, por ejemplo) como estratégico (regresar al propio puesto tras cuatro años de ausencia puede resultar imposible dependiendo del tipo de actividad). De ahí que una importante proporción de políticos de estrato intermedio sean funcionarios de carrera. 

Por otro lado, tras la marea de esperanza que se vivió durante la restauración democrática, las prácticas consolidadas de las formaciones políticas han terminado convirtiéndolas en meras máquinas de ganar elecciones para colocar a un número creciente de cuadros dependientes: el ciudadano es un cliente, el voto es un producto, el partido es una empresa, y el político es un empleado. Si el cliente no compra el producto, la empresa entra en pérdidas y se produce un ERE. Y viceversa. Esta dinámica provoca una creciente desvinculación entre la finalidad del modelo y el bien común del país, que aleja emocional e intelectualmente a la ciudadanía de la labor pública, al entender que el objetivo de la mayoría de políticos no es mejorar la vida de sus semejantes, sino convencerles como sea de que voten a su partido para poder mantener su puesto de trabajo. 

Por último, todos estos factores quizás podrían ser pasados por alto si la clase política demostrase finalmente un elevado grado de talento y efectividad en la resolución de los retos que afronta la sociedad. Pero tampoco es así. La existencia de una clase dirigente se justifica por la necesidad de afrontar retos colectivos, pero vivimos inmersos en una paradoja donde los que deben solucionar estos problemas son percibidos como un problema aún mayor que los problemas que deben solucionar. El disparatado bloqueo que estamos viviendo en la gobernabilidad española es una buena muestra de ello, así como la parálisis permanente que define la vida política catalana desde hace casi una década (de hecho, la proporción de catalanes que señala a los políticos entre los principales problemas del país se dispara casi diez puntos por encima de la media estatal). 

La creciente distancia entre administradores y administrados no es consecuencia de una maldición bíblica, sino el fruto inevitable de una clase política mayoritariamente mediocre, cortoplacista y extractiva, según el concepto de Daron Acemoglu y James A. Robinson, que puede terminar volando por los aires el sistema que tanto costó edificar. Estamos jugando con fuego.

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