La verdad en la ciénaga

Publicado en el Diari de Tarragona el 30 de junio de 2019


Hacía varias semanas que la bruma había invadido los campos del sur de Escocia. Hugh Fleming, un campesino de Darvel, arrastraba su arado desde el amanecer por su minúscula y pedregosa parcela de terreno. De pronto, unos gritos desgarradores interrumpieron la extenuante monotonía de su trabajo. Una voz adolescente suplicaba auxilio desde los pantanos próximos a la granja. El corpulento Hugh salió a toda velocidad en dirección a la ciénaga, una interrupción sin duda celebrada por su mula, que pudo recuperar el aliento durante unos instantes. Al llegar al lodazal, el agricultor encontró a un chaval hundiéndose en una espesa charca negra, abocado a una agonía terrible si nadie lo remediaba. Sin pensárselo dos veces, aquel buen hombre se introdujo en la peligrosa masa oscura y logró salvar la vida de aquel desconocido.

A primera hora del día siguiente, un elegante carruaje se detuvo frente al hogar de los Fleming. Un distinguido caballero descendió del vehículo y llamó a la puerta de aquella modesta familia de campesinos. Era Lord Randolph Spencer-Churchill, hijo del séptimo Duque de Marlborough. El prominente político había acudido al lugar para recompensar al héroe que había salvado la vida de su hijo Winston hacía unas horas. Sin embargo, el agricultor, de modos rudos pero espíritu noble, se negó en redondo a recibir dinero por cumplir con un deber que consideraba ineludible para cualquier persona honorable. Justo en ese momento cruzó atropelladamente la estancia el pequeño Alex, séptimo hijo del matrimonio, y el aristócrata intuyó la posibilidad de agradecer la ayuda del labrador sin comprometer su sentido de la dignidad. Lord Randolph le ofreció costear la educación del crío en los mejores centros de enseñanza del país, una propuesta que fue aceptada por Hugh con una contenida emoción.


Así fue como aquel niño, aparentemente llamado por el destino para trabajar con un arado, consiguió convertirse en uno de los microbiólogos más eminentes de la historia, recibió la medalla de oro de la Universidad de Londres, trabajó en el prestigioso hospital de St. Mary, ingresó en la Royal Society, presidió la Sociedad General de Microbiología, y terminó ganando el Premio Nobel de Medicina en 1945 por el descubrimiento de la penicilina. Sin embargo, algunos caminos nacen con vocación de cruzarse cada cierto tiempo. Efectivamente, durante la Segunda Guerra Mundial, aquel inglés de sangre azul, que había sido rescatado años atrás por Fleming (padre) en los pantanos de Darvel, volvió a esquivar a la muerte gracias al hallazgo científico de Fleming (hijo). Para entonces, Winston ya se había convertido en el Primer Ministro que lideró a los británicos en su heroica victoria frente al nazismo, ganando además el Premio Nobel ocho años más tarde que el científico escocés, en este caso por su obra literaria.

Esta asombrosa historia, que contiene un bello ejemplo de justicia poética, lo tiene absolutamente todo: suspense, heroísmo, gratitud, dignidad, superación, excelencia, sorpresa… Bueno, absolutamente todo, no. Le falta un pequeño detalle: simplemente, no es cierta. Por lo visto, esta anécdota fue inventada por Alice Bays y Elizabeth Jones, bajo el título “El poder de la bondad”, para ser publicada en la revista religiosa “Programas de Devoción para Jóvenes” en la Norteamérica de postguerra. En efecto, Lord Spencer-Churchill (quien murió, por cierto, de sífilis) no financió la carrera de Fleming, sino una herencia de doscientas cincuenta libras procedentes de un tío suyo, quien además tuvo el detalle de morir a tiempo para que el joven Alexander pudiera dedicarlas a sufragar sus estudios. De hecho, Sir Winston jamás estuvo a punto de morir en una ciénaga de Darvel, aunque sí padeció una gravísima pulmonía en aquellos años (pero no fue tratado con penicilina sino con sulfamida, producida por los laboratorios May & Baker Ltd). Un buen amigo y colega de Fleming, André Gratia, le contó personalmente esta falsa anécdota años después, provocando en el Nobel una lógica reacción de estupefacción.


La difusión de este relato fue fulgurante desde el mismo momento de su publicación, y todavía hoy suele reavivarse cada ciento tiempo en las redes sociales, con una estructura más o menos similar (algunas versiones afirman que fue el propio científico quien salvó a Churchill en la ciénaga, una hipótesis igualmente fraudulenta y aún más improbable por motivos cronológicos, pues Winston era bastante mayor que Alexander). En cualquier caso, parece obvio que las fake news no son un invento del nuevo milenio. La creación de hechos inexistentes, por los más variados motivos (desde la intoxicación política hasta la promoción de la virtud, como en este caso) resulta tremendamente eficaz cuando la historia ficticia genera en nosotros una fuerte reacción sentimental, ya sea de carácter positivo o negativo. Para colmo, la posibilidad de denunciar con éxito la falsedad de un relato atractivo y verosímil es mucho menor que su propia capacidad de multiplicar adhesiones alimentadas por la emotividad. De hecho, Alice Bays y Elizabeth Jones publicaron esta anécdota como verídica, pero reconocieron inmediatamente su falsedad en cuanto los medios reclamaron la confirmación del suceso. Sin embargo, esta confesión no impidió que la historia adquiriera vida propia, hasta el punto de que sigue emocionando a quien quiera creerla setenta años después.

Aunque siempre ha existido el deseo de captar voluntades recurriendo directamente al corazón, aun a costa de deformar descaradamente la realidad objetiva, la tecnología permite actualmente que la eficacia de esta técnica se multiplique de forma exponencial. No le faltaba razón al gran Umberto Eco cuando afirmaba que “el drama de internet es que ha promocionado al tonto del pueblo al nivel de portador de la verdad. Es la invasión de los idiotas”. El filtro que siempre han ejercido los “medios serios” en el periodismo tradicional aún no está suficientemente desarrollado en el ámbito virtual, un mundo que ha crecido demasiado rápido. Pero no todo está perdido. Tengo la firme convicción de que algún día crearemos mecanismos individuales y sistémicos que nos permitirán separar el grano de la paja informativa digital. La duda es si no será ya demasiado tarde para revertir una mentalidad en la que la verdad sea ya un factor secundario.

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