Caperucita feroz

Publicado en el Diari de Tarragona el 14 de abril de 2019


Una de las conquistas más notables del último siglo ha sido la progresiva equiparación de derechos entre hombres y mujeres en gran parte del planeta. Esta lucha necesaria e inconclusa tiene su reflejo en numerosos textos constitucionales, como el artículo 14 de nuestra Carta Magna: los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo… Sin embargo, esta bienintencionada norma no sirve para nada si no va acompañada de un esfuerzo colectivo por hacer de este loable objetivo una realidad efectiva y palpable. Avanzamos hacia esta meta de forma decidida, gracias al ejemplo de miles de personas que arriesgaron mucho por su consecución en el pasado, pero este horizonte se nos muestra aún demasiado lejano en algunos aspectos del día a día. Precisamente por ello, la constancia y el reforzamiento de esta movilización siguen siendo todavía necesarios. 

Pese a que son innumerables los ámbitos relevantes y trascendentes de la vida donde esa igualdad brilla aún por su ausencia, sorprende que determinados sectores del feminismo hayan decidido últimamente centrar sus esfuerzos en algunos terrenos desconcertantes que generan serias reticencias en gran parte de la ciudadanía, incluida una amplísima proporción de mujeres. Algunos de estos objetivos se asientan en bases argumentales ciertamente inquietantes, mientras otros tienen un carácter tan disparatado que provocan habitualmente reacciones que van desde la estupefacción hasta la carcajada. 


Un ejemplo de lo primero lo tuvimos hace menos de un año, cuando la CUP creó un puesto interno remunerado para gestionar la lucha contra las agresiones sexistas en el seno de su propia organización, una iniciativa loable teniendo en cuenta que la propia exdiputada Mireia Boya se vio recientemente obligada a dimitir tras sufrir el acoso continuo de un camarada. Sin embargo, lo llamativo del asunto fue la decisión de sufragar este puesto con cuotas giradas exclusivamente a los militantes varones, pues “no tendría que recaer en las mujeres la asunción de los costes de la contratación de esta persona, ya que la mayor parte de su dedicación estará destinada a gestionar casos de agresiones machistas que no son generados por las mujeres de la organización, sino que somos mayoritariamente nosotras las que las sufrimos". Es decir, la formación política convirtió en corresponsables de los abusos a todos los varones por el mero hecho de serlo. 

Esta perversa transformación de la lucha por la igualdad de derechos en un conflicto entre hombres y mujeres ha tenido también su traslación normativa, generándose un clima mediático en el que cualquier persona que manifestara alguna duda sobre las leyes de género era inmediatamente tachada como cavernícola machista heteropatriarcal. Pensemos, por ejemplo, en la presunción de sexismo que se aplica a toda lesión provocada por un hombre a una mujer, con independencia de las circunstancias que confluyan en el caso. Paradójicamente, los mismos que se rasgaban las vestiduras ante las objeciones a esta regulación son los mismos que hoy se escandalizan porque sea un tribunal de violencia de género el que instruya la eutanasia practicada por Ángel Fernández a su mujer María José Carrasco, un efecto directo de esa legislación presuntamente perfecta e incuestionable. 


Dejando de lado las consecuencias más graves y preocupantes de esta deriva, podemos adentrarnos también en el campo de lo sencillamente ridículo, un terreno donde resulta imposible pasar por alto la epidemia de hipersensibilidad lingüística que tuvo como hito institucional la matraca de Juan José Ibarretxe con “los vascos y las vascas”. La propia RAE se ha visto obligada a intervenir a través de su Responsable del Servicio de Consultas, Elena Hernández, para recordarnos la incorrección de esta fiebre duplicadora. Lamentablemente, la dificultad de ciertos colectivos para distinguir el sexo (biológico) del género (gramatical) nos ha sumergido ya en un campo de minas comunicativo, una auténtica ciénaga de lenguaje políticamente correcto que adquiere en ocasiones tintes surrealistas (quién no recuerda las “miembras” de Bibiana Aído o las más recientes “portavozas” de Irene Montero, quien esta misma semana ha sufrido un cortocircuito de género al hablar de los “fuerzos y cuerpas de seguridad del Estado”). 

El último capítulo de esta tragicomedia acaba de producirse en Barcelona. La Associació Espai i Lleure y la comisión de género del colegio Tàber han examinado estos días su biblioteca desde la perspectiva de género y han llegado a la conclusión de que el 60% de sus títulos incluyen algún estereotipo sexista. Como primera medida, al más puro estilo de la "Aktion wider den undeutschen Geist", estos torquemadas del siglo XXI han prohibido doscientos libros de sus fondos, un tercio del total, empezando por varios peligrosos cuentos infantiles como la Caperucita Roja, la Bella Durmiente o la Leyenda de Sant Jordi. Si el objetivo de esta nueva policía del pensamiento es lanzar a la hoguera cualquier volumen que incluya un perfil sexista, supongo que después de los hermanos Grimm, pérfidos lacayos del heteropatriarcado, vendrá la práctica totalidad de la literatura clásica, casi todas las novelas de aventuras, gran parte de la poesía romántica, la mayoría de las crónicas históricas, etc. 


Aunque lo más sano es tomarse estas ridiculeces a broma, lo cierto es que semejantes mamarrachadas hacen un flaco favor a la verdadera lucha por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, pues provocan una confusión entre ocurrencias estrambóticas y exigencias necesarias que restan potencia a estas últimas: equiparación salarial, corresponsabilidad en las labores domésticas, conciliación familiar, protagonismo en los centros de decisión política y económica, etc. No existe peor estrategia que convertir las propias convicciones en una parodia de sí mismas.

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