Juicio al unilateralismo

Publicado en el Diari de Tarragona el 17 de febrero de 2019


El epicentro político español se ha trasladado esta semana al antiguo convento de las Salesas Reales, donde el Tribunal Supremo juzga desde el pasado martes a una docena de líderes independentistas por los sucesos acaecidos durante el otoño de 2017. Los efectos de este movimiento sísmico han alcanzado el edificio de las Cortes, provocando el desmoronamiento del frágil gobierno socialista. 

La Fiscalía solicita para los procesados variadas penas de cárcel, que oscilan entre los siete y los veinticinco años de prisión. Dejando aparte las imaginativas versiones de los extremistas de ambos lados (unos, afirmando sin rubor que no se cometió ninguna ilegalidad; y otros, replicando que se produjo un golpe de Estado armado) la mayoría de expertos coinciden en la relevancia penal de lo acontecido, aunque cuestionando la forma en que se ha aplicado la prisión provisional y la concurrencia del factor violento que resulta esencial en el tipo punitivo de rebelión. 

La enorme carga ideológica y afectiva que subyace a los hechos enjuiciados está determinando la valoración individual sobre la propia actuación jurisdiccional. En ese sentido, es fácil deducir la opinión personal sobre el proceso independentista atendiendo a la forma en que cada uno conceptualiza el propio juicio, y viceversa. Efectivamente, todas nuestras opiniones suelen sufrir una deformación inconsciente vinculada a nuestra posición previa, una evidencia que complica aspirar a la objetividad absoluta en un asunto tan sensible como éste. Precisamente por ello, resulta imperativo abstraerse del factor sentimental para determinar qué es en realidad este juicio, empezando por descartar lo que no es en absoluto. 


Para empezar, parece obvio que el proceso judicial que actualmente se desarrolla en el Tribunal Supremo no puede considerarse un juicio a Catalunya, tal y como se repite con relativa frecuencia. Los delitos presuntamente cometidos no contaban con el respaldo del pueblo catalán globalmente considerado, ni siquiera con el apoyo de su mayoría social, teniendo en cuenta que los partidos independentistas jamás han alcanzado el 50% de los votos en ninguna de las convocatorias electorales al Parlament de los últimos años. 

Tampoco nos encontramos ante un juicio a unas ideas. De hecho, resulta totalmente contradictorio que algunos dirigentes independentistas, como Quim Torra o Roger Torrent, afirmen que los tribunales españoles pretenden castigar a quien defiende la causa secesionista, pues ambos comparten la ideología de los enjuiciados y no han sido procesados. No son opiniones sino actos lo que se ventila estos días ante el Tribunal Supremo. 

En tercer lugar, y por el mismo motivo, tampoco es riguroso hablar de un juicio al colectivo independentista. Desde la reinstauración de la democracia han sido numerosos los partidos políticos explícitamente secesionistas que han desarrollado con normalidad su actividad parlamentaria (en Euskadi, en Catalunya, en Galicia…) y ninguno de sus miembros ha sido procesado por defender sus objetivos. Lo que no cabe es confundir la libertad ideológica con la impunidad para cometer actos ilícitos en su nombre, una distinción que rige en cualquier estado de derecho civilizado. 


Por otro lado, lo que se está dilucidando estos días en Madrid tampoco puede considerarse un juicio a la democracia española. Es evidente que la forma en que se desarrolle este procedimiento afectará a la imagen exterior de nuestra justicia, pero resulta ingenuo pensar que un resultado condenatorio vaya a hundir internacionalmente a España, a quien Democracy Index 2018 de The Economist considera una de las veinte naciones más democráticas del mundo, por delante de EEUU, Francia, Bélgica, Italia o Portugal. Los que afirman que una condena por rebelión erdoganizaría la imagen exterior de España, son los mismos que aseguraban hace un par de años que decenas de países iban a reconocer la república catalana en cuanto se declarase. 

Por último, tampoco parece que este proceso sea un simple juicio a unos particulares por la presunta comisión de unos delitos individuales. Es mucho más que eso. Los hechos enjuiciados tienen una carga política incuestionable y fueron respaldados por cientos de miles de catalanes, una circunstancia que no acarrea la impunidad de sus autores, pero que tampoco puede pasarse por alto. La pulcritud procedimental y el respeto a los acusados deben ser absolutos en cualquier juicio, pero en este caso el garantismo debe alcanzar cotas escrupulosas, teniendo en cuenta la lupa pública que escrutará cualquier aspecto de su desarrollo, que sin duda concluirá ante tribunales internacionales. 

Después de intentar analizar lo que no es este juicio, quizás sea posible plantear lo que sí es en realidad. En mi opinión, lo que efectivamente va a juzgarse durante los próximos meses es la vía unilateral defendida por los sectores más radicales del independentismo, caracterizada por una estrategia de hechos consumados y por una injustificada sensación de impunidad jurídica. Es comprensible que muchos ciudadanos consideren desproporcionado que un puñado de personas sufran elevadísimas penas de prisión por unos actos reclamados y empujados por miles de seguidores, pero resulta ridículo sorprenderse por la contundente reacción del Estado ante un ataque frontal, consciente y premeditado a su modelo constitucional. 

Convendría extraer alguna moraleja de lo sucedido, al menos para aprender a distinguir la osadía del delirio, la realidad del deseo, la razón del entusiasmo, la información de la propaganda, la persistencia de la obcecación… Sin embargo, acabamos de comprobar cómo un nuevo gesto de maximalismo ha tumbado al gobierno de Pedro Sánchez, abocándonos posiblemente a un gobierno PP-Cs-Vox que aplicará un 155 brutal e indefinido. No aprendemos.

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