El candidato Denticlor

Publicado en el Diari de Tarragona el 3 de febrero de 2019


El tercer disco de Les Luthiers incluye varias obras antológicas de este grupo de músicos/humoristas argentinos: “Voglio entrare per la finestra”, “Ya el sol asomaba en el poniente”, “La bossa nostra”... En el marco de una parodia de un magazine informativo, esta obra de 1973 también contiene un curioso reportaje en un tranquilo rincón de los Alpes orientales. El narrador acude a este bucólico paraje para entrevistar a Klaus Wunderhertz, un risueño lugareño que muestra a los visitantes las magníficas catedrales góticas que construye utilizando exclusivamente palillos usados, una maravilla arquitectónica que resulta indistinguible de los edificios originales. La música de esta obra, titulada “Artesanía insólita”, se ejecuta íntegramente con instrumentos informales, e incluye varias referencias cómicas con el simpático anciano como protagonista, quien posa junto a sus iglesias sonriendo en todo momento. Finalmente, el equipo de reporteros se despide del jovial austríaco “sin saber de qué se ríe”.

Resulta imposible no acordarse del bueno de Klaus al contemplar la perpetua alegría de Pablo Casado, quien esta semana se ha acercado a Tarragona para decirnos que lo más relevante de “la favorita de Augusto” es que no tiene lazos amarillos. Aunque el presidente del PP ha intentado diversificar últimamente su gestualidad, frunciendo el ceño para advertirnos sobre la peligrosidad de peneuvistas y convergentes (con quienes su partido ha pactado sistemáticamente desde hace décadas) o arqueando las cejas como los galanes hollywoodienses de los años cuarenta (para encandilar a su nutrida parroquia octogenaria), parece que el joven líder conservador tiene la imperiosa necesidad de lucir en todo momento su deslumbrante dentadura, cuya luminosidad ha alcanzado cotas cegadoras durante la reciente convención nacional popular (apuesto a que más de un asistente de las primeras filas requirió asistencia oftalmológica de urgencia). En cualquier caso, tal y como les ocurría a los reporteros de Les Luthiers, supongo que fueron muchos los periodistas que abandonaron IFEMA sin saber de qué demonios se reía Pablo Casado.

No parece razonable que esta euforia se derive del respaldo electoral que actualmente concita el PP. Convendría recordar que este partido obtuvo en las últimas elecciones generales el segundo peor resultado de su historia desde los años ochenta (137 escaños, frente a los casi doscientos de 2000 o 2011). Los datos a nivel municipal son aún más preocupantes, si tenemos en cuenta que el número de votos globales del partido conservador en los últimos comicios locales fue el más bajo desde las elecciones de 1987, cuando la formación aún se denominaba Alianza Popular.


Tampoco parece lógica semejante hilaridad atendiendo a sus niveles de popularidad personal. El CIS de enero ha valorado el tirón individual de los principales líderes políticos españoles, y la nota que los ciudadanos otorgan a Pablo Casado no llega al 3, un “muy deficiente” que coloca al presidente de los populares en el furgón de cola, por detrás de Pedro Sánchez, Alberto Garzón o Albert Rivera.

Alguno podría pensar que su alborozo se debe a las expectativas electorales del PP, pero tampoco resulta sensato. La encuesta de GAD3 para el diario ABC (poco sospechoso de favorecer a la izquierda) sitúa a los populares por debajo del PSOE, una circunstancia impensable hace apenas un año. Otros sondeos, como el de Sigma Dos para El Mundo o el de Metroscopia para los grupos Joly y Henneo, sostienen que el partido de Pablo Casado ni siquiera lograría el 20% de las papeletas si hoy se convocasen elecciones generales. Sería el peor resultado de la formación conservadora desde los tiempos de UCD.

También cabe la posibilidad de que el júbilo de Pablo Casado esté vinculado a la conquista de la Junta andaluza. Sin embargo, parece obvio que este éxito circunstancial oculta gruesas espinas bajo sus pétalos, como el desmoronamiento del argumentario del partido en gran parte de España. A partir de ahora, los populares vascos y navarros no podrán garantizar a sus votantes la salvaguarda de su autonomía fiscal, tras convertir en socio estratégico a quien desea fulminar este modelo. Los populares madrileños tampoco podrán deslegitimar los pactos de legislatura entre fuerzas de izquierda (tachados hasta ahora como gobiernos de perdedores) porque es exactamente eso lo que ha hecho la derecha en Sevilla. Y en general, los diputados populares tampoco podrán reprochar a Pedro Sánchez haber llegado a la Moncloa con los votos de partidos no constitucionalistas, cuando Juanma Moreno se apoya en una formación que defiende postulados diametralmente opuestos a los valores que subyacen a la Constitución del 78.


Sólo se me ocurren dos explicaciones razonables a la perenne sonrisa de Pablo Casado. Por un lado, puede tratarse de una simple estrategia de coaching motivacional para mantener alta la moral de una tropa cada vez más desanimada y exhausta, tras meses de acoso sin tregua desde los flancos liberal y ultraconservador (habrá que consultar a la universidad de Harvard/Aravaca si sus másters "Driving Government Performance" aconsejan la terapia Denticlor, al más puro estilo pantojil, cuando todo parezca irse al garete).

Sin embargo, sospecho que el entusiasmo del líder popular es realmente sincero, probablemente porque ya se vea chapoteando en la fuente monclovita de Guiomar, gracias a una extensión a escala estatal del tripartito de San Telmo. Efectivamente, si las próximas elecciones generales arrojasen un Congreso con mayoría conservadora (una tesitura cada vez más probable con el hundimiento de Podemos), al PP le bastaría ser el principal partido de la derecha para conquistar el gobierno, aun quedando por debajo del PSOE y sin alcanzar siquiera el 25% de los sufragios. Se trata de un objetivo realista, aunque todo apunta a que el trío formado por Sánchez, Rivera y Casado tienen actualmente las mismas posibilidades de alcanzar este objetivo. Quien ría último, reirá mejor.

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