Catársis eclesial

Publicado en el Diari de Tarragona el 10 de febrero de 2019


La Iglesia de Tarragona ha sufrido esta semana un golpe brutal. Los escándalos de pederastia que estos días han saltado a los periódicos han desatado la lógica indignación popular en nuestras comarcas, un rechazo que en el caso de los católicos se ha sumado a una tristeza infinita. Aunque algunos afirman que nos encontramos ante un viejo secreto a voces, la mayoría de la población ha asistido con estupefacción a este goteo de noticias desoladoras, quizás por la habitual tendencia a pensar que el horror es algo que siempre se produce en otro lugar. Todos nos sobrecogimos al ver Spotlight, una lacerante película que relataba la investigación llevada a cabo por el Boston Globe, desgarrando el velo que ocultó los abusos sexuales cometidos por numerosos sacerdotes de Massachusetts. Ahora hemos descubierto que no hacía falta cruzar el Atlántico para encontrar este espanto.

El tsunami se inició hace un par de semanas, cuando conocimos la espeluznante historia del antiguo párroco de Vilobí d'Onyar, Tomàs Pons. Los dantescos testimonios de los niños eran de dominio público desde hacía décadas, cuando el propio alcalde del pueblo, Josep Maria Vidal, dio parte de la situación al obispado sin lograr una respuesta satisfactoria. Algo parecido se vivió en la abadía de Montserrat, donde actualmente se acumulan las denuncias contra el monje Andreu Soler, acusado de abusar impunemente de varios adolescentes durante años, pese a las recurrentes quejas de las familias. El propio abad, Josep Maria Soler, se vio obligado a pedir perdón el pasado domingo por haber silenciado estos hechos.

La ola de irritación y vergüenza ha llegado esta semana a nuestra provincia. Primero conocimos el oscuro pasado del difunto párroco de Constantí, Pere Llagostera, a quien varios monaguillos imputan un aterrador historial de abusos sexuales sistemáticos en sus excursiones al Pirineo de Lleida. Poco después salieron a la luz los nombres de otros dos sacerdotes investigados por sucesos de similar naturaleza: Xavier Morell (implicado en un proceso judicial sobre pornografía infantil, aunque el caso fue archivado) y Josep Maria Font (expulsado de un colegio del Alt Camp por decisión de la Conselleria d'Ensenyament, tras frecuentar a los alumnos con una inquietante cercanía física). Puede que sólo estemos contemplando la punta del iceberg, y que se haya abierto la caja de Pandora.


Sin duda, la lacra de la pederastia en el seno de la Iglesia tiene unas víctimas principales, los propios niños y adolescentes que las padecieron, muchos de los cuales arrastran secuelas psicológicas de por vida. Ninguna disculpa compensará el escalofriante daño que padecieron. Pero no son los únicos perjudicados por este drama, como se deduce de la anécdota que esta semana me ha vuelto a la memoria. Hace años tuve que acudir a los locales de mi parroquia para comentar un asunto sin importancia con uno de los sacerdotes. Me acerqué a las oficinas y desde el pasillo pude ver al joven mosén hablando animadamente con un niño en un despacho. Entré en la habitación e interrumpí brevemente aquella charla para tratar la cuestión. Al salir hice el amago de cerrar la puerta, pero el cura me lanzó un gesto enérgico para que la dejara abierta de par en par. “La mujer del César”, me dijo, esbozando una triste sonrisa de resignación.

Recuerdo la impresión que me produjo descubrir la naturalidad con la que aquel buen hombre había asumido la sombra de sospecha con la que debía convivir a diario. Precisamente por el desolador momento que vive actualmente la Iglesia de Tarragona, me gustaría romper una lanza en favor de esos miles de sacerdotes que han dedicado toda una vida a desarrollar su labor de forma abnegada e impecable. Son la inmensa mayoría y no merecen soportar la injusta humillación de ser socialmente señalados por una duda indiscriminada, expiando por los desmanes cometidos por otros.

Hay quien considera que la mejor manera de defender a la Iglesia consiste en adoptar una actitud defensiva, incluso replicando que los curas no tienen el monopolio de la pederastia. Efectivamente, con los datos en la mano, es un hecho contrastado que todos los colectivos que tratan con niños sufren esporádicamente casos igualmente abominables: entrenadores deportivos, profesores de escuela, monitores de ocio, etc. Sin embargo, el principal reproche que se está lanzando contra la Iglesia no se refiere a los hechos en sí mismos, sino a su encubrimiento institucional. En efecto, la respuesta ante sucesos tan graves jamás debió reducirse a una opaca investigación interna, seguida de un juego de trilerismo parroquial, moviendo a los culpables de una iglesia a otra para confundir a las víctimas.


Aristóteles consideraba la “kátharsis” un proceso de purificación personal derivado de la contemplación de una tragedia. En este caso, con más motivo al tratarse de un drama atrozmente real, la constatación de las aberraciones acumuladas durante décadas debería provocar una reacción catártica en la jerarquía eclesiástica, interiorizando de una vez por todas que no son las autoridades religiosas sino las civiles quienes deben hacerse cargo de la persecución y represión de los delitos.

Tal y como nos recuerda el evangelio de San Lucas, “es inevitable que haya escándalos, pero ¡ay de aquel que los ocasiona! Más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo precipitaran al mar, antes que escandalizar a uno de estos pequeños”. Aunque a la mayoría de padres y madres nos tentaría una interpretación literal de este contundente pasaje bíblico, no es necesario llegar tan lejos para acabar con esta plaga nauseabunda. Bastaría con que todos (especialmente los católicos, empezando por sus máximos representantes) asumiésemos la necesidad de abandonar para siempre los paños calientes ante esta clase de conductas, comprometiéndonos firmemente a acudir a comisaría ante el menor comportamiento inapropiado. Los pecados se perdonan en el confesionario, pero los delitos se purgan en la cárcel.

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