Un presente relativamente lejano

Publicado en el Diari de Tarragona el 20 de enero de 2019


Supongo que todos tenemos un listado mental con nuestras cinco o diez películas favoritas de todos los tiempos. Partiendo de que los adjetivos “favorito” y “mejor” no son sinónimos, mi relación incluiría en un lugar destacado la oscura “Blade Runner”, el thriller distópico que Ridley Scott rodó en 1982. Como suele ser frecuente en este género, el director británico nos ofreció en esta cinta una visión sombría del futuro, basándose en el popular relato de Philip K. Dick “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” Para ser precisos, ya no deberíamos hablar de futuro, puesto que la trama se desarrolla en el año 2019 que acabamos de estrenar. 

Si es usted una de las pocas personas que aún no ha visto esta joya del séptimo arte, aprovechando la coincidencia anual, me tomo la libertad de recomendarla por numerosos y variados motivos: una banda sonora hipnótica (Vangelis), un reparto estelar (Harrison Ford, Rutger Hauer, Sean Young, Edward James Olmos, Daryl Hannah, Michael Emmet Walsh), un argumento que aborda varios temas de profundo calado (el concepto de humanidad, la inteligencia artificial, el esclavismo, el valor de los recuerdos, la angustia de la mortalidad), una serie de escenas que ya forman parte de la historia del cine (“Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”), etc.

No es difícil encontrar ciertos rasgos comunes entre este trabajo y otras dos películas temporalmente próximas de Scott, “Alien, el octavo pasajero” y “Black Rain”, todas ellas sumergidas en una atmósfera asfixiante de oscuridad, lluvia y vapor. Y al igual que ocurre con la aventura del Nostromo, las andanzas de Rick Deckard tienen como aliciente mostrar la imagen que teníamos hace unas décadas sobre cómo podría ser nuestra existencia venidera. El pronóstico de "Blade Runner" falla estrepitosamente, como le sucedió al gran Stanley Kubrick con su brillante “2001, una odisea del espacio”, que preveía para 1999 unos avances en la carrera espacial que veinte años después siguen siendo inalcanzables.


Las escasas dotes de Scott como adivino tienen su cara positiva y su reverso negativo. Afortunadamente, no parece que en 2019 el descalabro medioambiental alcance los límites que se observan en la película, ni que podamos sufrir un motín violento de máquinas dotadas de habilidades que multiplican nuestras capacidades, ni tampoco que vayamos a convivir en breve con ingenios antropomórficos cuya artificialidad ni siquiera ellos mismos conocen. En sentido contrario, aunque la policía de Dubai ya circula con motos drónicas que vuelan varios metros sobre el asfalto, lamento comunicarles que faltan bastantes años para que podamos comprar un coche con el que surcar los cielos. 

Pero no todas sus predicciones van tan desencaminadas. Por un lado, aunque el desarrollo informático no alcanza los hitos que se muestran en el film, la carrera tecnológica está provocando un protagonismo inaudito y omnipresente del factor tecnológico en nuestra vida ordinaria: el ordenador se ha convertido en nuestro principal canal de compra, los terminales digitales son la fuente básica de información para la mayoría de la población, los dispositivos domésticos de última generación responden verbalmente a nuestras preguntas y necesidades, nuestra identidad en la red permite conocer nuestros hábitos de forma más completa e íntima que nuestras propias madres, las neveras nos avisan cuando se acaba la leche o los yogures, los smartphones nos mantienen localizados en todo momento y evalúan nuestra satisfacción cada vez que visitamos un comercio, los relojes bluetooth analizan pormenorizadamente nuestra capacidad cardiovascular y puntúan la calidad y profundidad de nuestro sueño, los automóviles nos indican el camino idóneo para llegar de forma rápida y segura a nuestro destino, algunos incluso se conducen prácticamente solos…

Sin embargo, por muy siniestros que sean algunos de estos fenómenos (y más que lo serán con la irrupción de los ordenadores cuánticos, como el Q System One de IBM), el presagio más inquietante, verosímil y recurrente en este tipo de elucubraciones futuristas es el poder omnímodo de las grandes corporaciones empresariales, llegando en ocasiones a reemplazar el papel central que hoy ocupa el aparato público. Efectivamente, durante los últimos años las principales firmas tecnológicas han ido construyendo descomunales complejos societarios que extienden sus tentáculos para ofrecer todo tipo de servicios de forma crecientemente oligopolística, gracias a su conocimiento ilimitado de nuestros gustos, costumbres y circunstancias, reforzado por un músculo financiero que hace casi imposible la competencia efectiva. Aunque nuestro sistema dispone de diversos mecanismos para evitar este tipo de situaciones, lo cierto es que se acerca el día en que nuestra tienda online de referencia, el hospital que nos atiende, nuestra compañía telefónica, la empresa en la que trabajamos, nuestro suministrador de electricidad, el fabricante de nuestro vehículo, nuestra entidad bancaria y el periódico que leemos pertenezcan todos ellos a un mismo gurú de Silicon Valley.


Un horizonte colectivo en el que la realidad social sea dominada despóticamente por una reducida élite económica puede amenazar a corto plazo nuestra libertad como consumidores, a medio plazo como trabajadores, y a largo plazo como ciudadanos (aunque seguro que más de uno considera que ya nos encontramos en este escenario). Ante semejante panorama, parecería razonable exigir a las instituciones políticas, democráticamente encomendadas a nuestros representantes legítimos, que pusieran pie en pared para frenar una eventual dictadura de las grandes corporaciones. De momento, Dinamarca ya ha creado la primera embajada digital del mundo para tratar con Google, Amazon o Facebook, una medida que probablemente sea imitada pronto en otros lugares. La duda es si este tipo de iniciativas servirán para modular el poder de los gigantes tecnológicos, o más bien para abrir un canal estable por donde recibir sus órdenes.

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