El hacker estonio

Publicado en el Diari de Tarragona el 13 de enero de 2019


Los avances tecnológicos han revolucionado el mundo del comercio minorista, un nuevo paradigma que algunos hemos abrazado con entusiasmo y confianza quizás excesivos. Aunque llevo bastantes años adquiriendo sin problemas todo tipo de productos en la red (ordenadores, electrodomésticos, teléfonos, muebles, televisores…) me gustaría compartir en estas páginas una desagradable experiencia que acabo de padecer, por si pudiera servir a algún lector para escarmentar en cabeza ajena.

Mi penoso vía crucis comenzó la mañana del sábado 24 de noviembre, cuando un repartidor llamó sorpresivamente a mi puerta. Traía consigo dos grandes cajas de una conocidísima tienda online de la que soy cliente habitual. Aunque no esperaba ningún envío de ese volumen, teniendo en cuenta que últimamente había realizado varios pedidos de entrega sucesiva, abrí confiadamente el primero de los paquetes. Descubrí en su interior un despampanante equipo de sonido Bose que no había solicitado, pero el transportista me comentó que no podía llevarse nada sin orden expresa de la empresa. Supuse que se trataría de un simple error, fácilmente solucionable a través de la web.

Me puse frente al ordenador, abrí la página en cuestión y me sorprendió comprobar que resultaba imposible loguearme en mi cuenta. Encontré un teléfono de atención al cliente y me armé de paciencia, consciente del exasperante laberinto en el que uno se adentra cuando llama a uno de estos números. Me atendió una chica muy simpática y entre los dos conseguimos descifrar lo sucedido: la víspera, Black Friday, un intruso había suplantado mi identidad y modificado mi contraseña para comprar aquel equipo y una consola de videojuegos de última generación. Por lo visto, aquel sinvergüenza era mejor informático que ladrón y se olvidó de cambiar la dirección de envío, motivo por el que los productos acabaron en mi puerta. La joven me permitió reactivar la cuenta, me pidió que explicase por email lo sucedido a su departamento de investigación, y me comunicó que suspenderían los cargos en mi banco. Anulé mi tarjeta de crédito y a las pocas horas la tienda me confirmaba por correo electrónico el acceso ilegítimo, añadiendo que en breve me facilitarían instrucciones para resolver el problema. 


Pasaron los días sin noticias de ellos, así que volví a abrir mi cuenta para consultar el estado del sainete: ¡el password volvía a fallar! Llamé por teléfono y me comunicaron que mi identidad había vuelto a ser hackeada por el mismo individuo, que sin duda acababa de percatarse de no haber cambiado la dirección de entrega. Al ser consciente de su error, el caradura intentó pedir de nuevo los mismos productos para recibirlos esta vez en su casa, pero al constatar la inhabilitación de la tarjeta solicitó un reemplazo con su nombre y dirección en Tallin. Por fin teníamos localizado al mangante. La tienda volvió a escribirme confirmando la nueva intrusión y el bloqueo definitivo de mi cuenta, insistiendo en la anulación de todos los cargos en mi banco y el envío de inminentes directrices para finiquitar el embrollo.

Avanzado ya el mes de diciembre casi sufro un infarto al recibir nuevas noticias de la web: debía devolver los productos porque el nuevo pedido ya había salido hacia Estonia. El proceso se volvía cada vez más delirante. ¿Para qué habían servido todos aquellos emails y llamadas? Telefoneé desesperado y volvieron a darme la razón, como siempre, pues aquella orden de devolución no servía para nada porque era parte de la estrategia de reemplazo urdida por el torpe defraudador. Mi interlocutor trasladó la información a sus expertos en fraudes, quienes volvieron a escribirme en términos similares a los utilizados en ocasiones anteriores. Debía ponerme en manos del Santo Job y esperar instrucciones.

Nada más iniciar el nuevo año, el corazón volvió a darme un vuelco al revisar mi cuenta corriente: la tienda virtual había ninguneado todas nuestras conversaciones, pasando al cobro los pedidos del hacker estonio. Y no eran cuatro duros precisamente, como ustedes pueden imaginar. Para entonces ya me sabía el teléfono de memoria, y otro amable joven volvió a decirme todo lo que yo quería oír. Le contesté educadamente que mi paciencia se había agotado, y que si no aclaraban el asunto inmediatamente me vería obligado a resolver el tema acudiendo a la policía. La respuesta del departamento antifraude fue la habitual (me decían que no me cobrarían nada… ¡cuando ya me lo habían cobrado!) y tras una nueva llamada recibí un mensaje casi telegráfico: “contacte con su banco para disputar los cargos no autorizados”. Es decir, se desentendían del tema tras mes y medio diciéndome que no debía preocuparme. A primera hora del día siguiente me planté en las dependencias de los Mossos d’Esquadra, donde una atenta y eficaz agente redactó la intrincada denuncia. Y en esas estamos.


Algunos comentarios que escuché en la comisaría sugieren que los problemas con esta tienda online son más habituales de lo que pudiera parecer: “se están luciendo éstos últimamente…”. Y eso que, aparentemente, es una de las empresas de venta por internet más prestigiosas del mundo. Personalmente he extraído tres conclusiones de este indignante y enloquecedor episodio: uno, trabajar con una tienda conocida no es sinónimo de compra segura; dos, hay que prepararse para soportar la estrategia de agotar al reclamante, una práctica inmemorialmente utilizada por compañías telefónicas y aseguradoras; y tres, no debe vincularse jamás una tarjeta activa con una cuenta de compras online. Existen diferentes alternativas: acudir a plataformas de pago seguro tipo PayPal, utilizar las apps bancarias que permiten activar la tarjeta sólo en el momento preciso de comprar, reservar una tarjeta prepago para los pedidos por internet... Háganme caso y se evitarán alguna pesadilla. Los atracadores actuales no usan navaja sino portátil.

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