El precedente francés

Publicado en el Diari de Tarragona el 27 de enero de 2019


El progresivo encarecimiento de los carburantes, vinculado al impuesto ecológico sobre el carbono (TICPE), fue el detonante que puso en marcha el motín de los chalecos amarillos. Este movimiento de protesta, presuntamente espontáneo y transversal, arrancó el pasado mes de octubre en las zonas rurales y los extrarradios de las principales ciudades galas, extendiéndose rápidamente a países cercanos con una intensidad desigual: Bélgica, Holanda, Alemania, Suecia…

En contraste con movilizaciones anteriores, organizadas habitualmente por los potentes sindicatos franceses, eran ahora los ciudadanos particulares quienes llamaban a la rebelión a través de las redes sociales. Primero fue Jacline Mouraud quien utilizó Facebook para acusar al Elíseo de haber iniciado una “cacería de conductores”, un mensaje que pronto se convirtió en un fenómeno viral. Más tarde proliferaron varias recogidas de firmas online contra las políticas de Macron, como la exitosa iniciativa de la activista Priscilla Ludosky. Ya en octubre, los conductores Éric Drouet y Bruno Lefevre usaron la red para pregonar un "bloqueo nacional contra el aumento de combustible", abogando abiertamente por paralizar las carreteras del país por la fuerza.

A mediados de noviembre eran ya medio millón de personas las que montaban barricadas en las principales arterias francesas, llegándose incluso a cortar el túnel ferroviario que une París y Londres bajo el Canal de la Mancha. Como era previsible en uno de los países más centrípetos del planeta, las protestas acabaron finalmente concentradas en la capital, mostrando unos tintes cada vez más agresivos. El caos provocado por los chalecos amarillos, respaldados por siniestros políticos franceses como Marine Le Pen, golpeaba el corazón de la república. Inicialmente, el gobierno se mostró firme en su postura, una determinación que fue respondida por los manifestantes elevando la temperatura hasta umbrales inquietantes. A primeros de diciembre, las protestas de los "gilets jaunes" ya habían causado diez muertos y más de setecientos heridos.


Y entonces llegó la capitulación. El vandalismo y la violencia doblaron el brazo del gobierno legítimo, y el 5 de diciembre Emmanuel Macron anunciaba su rendición incondicional. Uno de los fenómenos más sorprendentes de aquellos días fue la reacción de determinados sectores del progresismo español, afirmando sin rubor que habíamos asistido a una lección democrática de nuestros vecinos del norte. Una vez más, algunos voceros de nuestra izquierda volvían a evidenciar ese inmemorial complejo que arrastran frente al resto de Europa, y que aparentemente les impide razonar con una dosis mínima de rigor.

Que yo sepa, una de las características sustanciales de los sistemas democráticos consiste en que sea el pueblo, mediante sufragio universal, el que decida quién debe hacerse cargo de las diferentes instituciones políticas, cada una con su ámbito competencial y territorial, de donde emanan unas normas que todos deben obedecer. El 7 de mayo de 2017, el pueblo francés habló y designó a Emmanuel Macron como nuevo Presidente de la República francesa con un 66,1% de los votos. Una vez en el poder, este joven inspector de finanzas puso en práctica su programa de gobierno, que incluía una determinada política fiscal. Sin embargo, varios miles de ciudadanos decidieron pasarse por el "arc de triomphe" la legitimidad del Presidente y sus medidas, apostaron por sembrar el caos en las calles porque no les daba la gana acatar la ley, y aumentaron el grado de violencia hasta tal magnitud que finalmente el inquilino del Elíseo terminó bajándose los pantalones. ¿Qué misterioso ejemplo democrático se nos oculta bajo esos lamentables acontecimientos? Sospecho que ninguno. Más bien, todo lo contrario.

Efectivamente, la bochornosa claudicación de Macron no ha circunscrito sus efectos al ámbito francés, pues como era previsible, se ha convertido en un mensaje venenoso e irresponsable de alcance continental. Apenas un mes después, nuestras plazas y avenidas han sido ocupadas por otro colectivo ataviado con chalecos amarillos, los taxistas, que en una proporción significativa también han apostado por quemar contenedores y montar barricadas hasta salirse con la suya, siguiendo la estela de los alborotadores parisinos. Lamentablemente, este mismo miércoles, los máximos representantes de la Generalitat han sucumbido a la presión del vandalismo, provocando la desbandada de las plataformas Uber y Cabify, quienes anuncian despidos masivos de miles de conductores en Catalunya.


Sin duda, nos encontramos ante un conflicto complejo en el que confluyen argumentos razonables de ambas partes. Por un lado, es cierto que los taxistas tuvieron que someterse en su día a requisitos mucho más exigentes para acceder a su trabajo que los requeridos hoy a las empresas de VTC, y que muchos de ellos se ven además obligados a pagar mensualmente las cuotas de préstamos desmesurados que tuvieron que solicitar para comprar sus respectivas licencias. Sin embargo, también resulta evidente que esa burbuja de licencias fue el fruto de la especulación en el seno del propio sector del taxi, y que muchísimos usuarios prefieren los servicios de Uber y Cabify no por su precio sino por una calidad infinitamente mejor: vehículos modernos y de alta gama, eficaz plataforma tecnológica, chóferes impolutos y políglotas, trato exquisito, habitáculos limpios y bien conservados, etc.

Sin embargo, con permiso de los afectados, todo esto es lo de menos. Lo que realmente nos estamos jugando aquí no es si un determinado sector debe ser regulado de una manera u otra. Como diría Zapatero, éste es un tema discutido y discutible. La pregunta verdaderamente trascendental que nuestras autoridades deberían responder claramente es si el uso de la violencia urbana es una herramienta eficaz para doblegar a las instituciones. El gobierno francés y la Generalitat han enviado una respuesta afirmativa a esa cuestión, una pedagogía democráticamente suicida que debería inquietarnos a todos.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El beso

Una moto difícil de comprar

Bancarrota