La mujer del César

Publicado en el Diari de Tarragona el 11 de noviembre de 2018


Tras la muerte de su esposa Cornelia, el todavía joven Julio César contrajo matrimonio con la hermosa y encantadora Pompeya, nieta del dictador Sila. Una de las responsabilidades de la mujer del Pontifex Maximus era organizar las festividades de la Bona Dea, un ritual estrictamente vetado a los varones, que en su edición del año 62 a. C. se celebró en su residencia oficial de la Via Sacra. Tal y como relata Plutarco, el acaudalado patricio Publio Clodio Pulcro, perdidamente enamorado de la anfitriona, se introdujo en la mansión disfrazado de mujer para seducirla. El intruso fue descubierto y juzgado por sacrilegio, pero finalmente fue absuelto al no existir pruebas contra él. Según el historiador griego, César reconoció públicamente que su mujer no había cometido ningún hecho indecoroso, pero decidió divorciarse de forma fulminante por las sospechas generadas sobre una posible aventura entre Clodio y Pompeya. Esta aparente contradicción provocó cierto revuelo entre las élites romanas, pero el conquistador de la Galia respondió con una frase que ha llegado hasta nuestros días: “la mujer del César no sólo debe ser honrada, sino además parecerlo”. 

Algo similar podría predicarse de las altas magistraturas de cualquier Estado que se precie, pues la apariencia de deshonestidad puede socavar sus cimientos tanto o más que la propia deshonestidad. Después de todo, la vida en sociedad se basa en un pacto forzoso entre el individuo y el aparato público por el que aquel acepta determinadas renuncias (a defenderse mediante el uso de la violencia, a tomarse la justicia por su mano, a organizarse según sus propias reglas…) confiando en que el Estado ejercerá dichas funciones de forma justa, eficaz, íntegra, proporcionada, etc. Si esta confianza decae, el modelo se tambalea. 

Estas últimas semanas, la fe de la ciudadanía española en la ecuanimidad de sus jueces ha sido puesta a prueba con efectos preocupantes. Lo más deprimente del caso es que esta herida no se ha debido al ataque de ningún enemigo externo, sino que ha sido el propio Tribunal Supremo quien ha cercenado su credibilidad de una forma tan ridícula como estúpida. En mi opinión, el lamentable espectáculo ofrecido por los magistrados no se ha debido a la deshonestidad sino a la pura incompetencia, pero parece evidente que millones de ciudadanos están convencidos de que los tribunales han actuado al dictado de la banca. En consecuencia, la confianza social en el sistema de justicia ha sufrido un destrozo monumental. 


Efectivamente, lo vivido estos días es fruto de una incomprensible cadena de torpezas intolerables en quienes ostentan semejantes responsabilidades públicas. Primero fue el gobierno de Felipe González quien puso en marcha un dudoso impuesto, manifiestamente criticable por diversas razones que hace escasos días describió magistralmente el notario y amigo Martín Garrido en estas mismas páginas. Durante las dos décadas siguientes se mantuvo una deficiente regulación que dejaba en manos de los tribunales la identificación del obligado tributario. Pese a tratarse de un tema discutible, la atribución del impuesto al cliente parecía consolidada, pero la Sección 2ª de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del TS decidió cambiar radicalmente dicha jurisprudencia el pasado 18 de octubre. La respuesta del presidente de la Sala, Luis María Díez-Picazo, fue suspender de urgencia dicho giro doctrinal para elevar el asunto al pleno, cometiendo dos errores de bulto: primero, crear un clima de absoluta inseguridad jurídica, paralizando el mercado hipotecario durante nada menos que dos semanas; y segundo, hacerlo apelando a “la enorme repercusión económica” de la sentencia, dando así alas a quienes denunciaban presiones del poder económico sobre los togados. 

Las cuestiones en litigio eran básicamente dos. Por un lado, como asunto principal, debía confirmarse quién debía pagar el impuesto, un debate con una relevancia limitada en la práctica (se daba por descontado que los bancos, en caso de tener que abonarlo, repercutirían este costo al cliente aumentando los intereses o las comisiones del préstamo). En ese sentido, la ulterior y sobreactuada reforma del tributo impulsada por Pedro Sánchez ha sido un mero brindis al sol, aunque demuestra sus reflejos políticos al percibir la verdadera naturaleza de la controversia. El problema no es estrictamente contable sino de percepción social, pues nos encontramos ante una polémica que hiere intensamente la sensibilidad de los administrados, justificadamente recelosos ante cualquier sospecha de que las élites que controlan el sistema se cubren las espaldas entre sí, en contra de los intereses de la ciudadanía. 

En segundo lugar, debía valorarse la posible retroactividad del eventual cambio de criterio, una duda que mantenía en vilo a las administraciones públicas (tanto a la autonómica, que habría tenido que adelantar la devolución de 5.000 MEUR, como a la central, posible responsable subsidiaria del desaguisado económico por haber cambiado a posteriori las reglas del juego). Pese a ello, la ciudadanía decidió convertir a la banca en la piñata contra la que descargar toda su indignación, un fenómeno perfectamente previsible y comprensible. En cualquier caso, el pleno de la Sala Tercera finalmente decidió, en una votación ajustadísima (quince contra trece), que el sujeto pasivo del impuesto siguiese siendo el cliente, provocando así un escándalo sin precedentes. 


Sin duda, la disparatada gestión judicial de este debate legal se ha convertido inevitablemente en un auténtico caramelo para los políticos especializados en aprovechar demagógicamente cualquier descontento social en beneficio propio. Pensemos en la inmediata convocatoria de una movilización ciudadana ante el TS abanderada por Pablo Iglesias, o la impúdica e infantiloide manipulación del asunto por parte de Carles Puigdemont desde Waterloo. Lamentablemente, la utilización de carnaza populista resulta tan criticable como efectiva, especialmente cuando el prestigio del sistema judicial español está siendo cuestionado dentro y fuera de nuestras fronteras. Tal y como está el patio, nuestros tribunales deberían ser especialmente conscientes de que no sólo deben ser honestos sino parecerlo, ahora más que nunca. Harakiris, los justos.

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