Santiago Abascal, heredero de Isildur

Publicado en el Diari de Tarragona el 18 de noviembre de 2018


Cuando un grupo humano se siente colectivamente maltratado o humillado por uno o varios enemigos a quienes reprocha todas sus desgracias, corre el serio riesgo de quedar desguarnecido ante el discurso hipnótico de cualquier charlatán (ya sea un fanático convencido o un vendemotos fugaz) con tendencia a relativizar la realidad empírica para maximizar la relevancia del sentimiento y la emoción. Es lo que sucedió durante el período de entreguerras europeo (con el imparable ascenso del fascismo), el triunfo del Brexit (íntimamente ligado a los devastadores efectos de la crisis global), la victoria de Donald Trump (el eslogan “Make America Great Again” presuponía una frustración por haber perdido el liderazgo mundial), el éxito de Matteo Salvini (que explota como nadie el descontento de sus conciudadanos), o la efervescencia del procesismo (la figura icónica del “català emprenyat” fue el motor de arranque de una implosión política y social que todavía colea). 

El parlamentarismo español logró librarse de estos aventurerismos hasta hace relativamente poco, gracias a un modelo de partidos que repartía el poder entre dos grandes formaciones que aglutinaban a la práctica totalidad del cuerpo electoral (salvando a la extrema izquierda testimonial y a los partidos periféricos que eventualmente aportaban sus escaños para alcanzar la mayoría en el Congreso). Sin embargo, desde hace una década este modelo ha saltado por los aires por tres motivos principales: por un lado, el históricamente influyente catalanismo político se transformó en un rupturismo unilateralista que abdicó de su privilegiada posición como bisagra estatal; en segundo lugar, el movimiento indignado logró cuajar en Podemos, una organización presuntamente llamada a renovar el progresismo del siglo XXI (aunque cada vez se parezca más, en forma y fondo, a los viejos partidos comunistas), resucitando finalmente a una extrema izquierda que parecía abocada a una inminente extinción; el tercer clavo en el ataúd del anterior statu quo fue la expansión estatal de Ciudadanos, un experimento sin forma definida que ha recorrido un largo trayecto hasta encontrar su identidad, aparentemente basada en una especie de nacional-liberalismo que está causando estragos en el caladero electoral del PP (y en algunas latitudes, también en el del PSOE). 


Efectivamente, el esfuerzo que realizó la derecha española durante los años ochenta por unificar su oferta electoral resultó eficaz para compactar el voto conservador durante tres décadas, pero nada es para siempre y aún menos en política. Al margen de la ciénaga de corrupción que ocultaba tras sus siglas, el Partido Popular cobijaba a votantes con perfiles muy diferentes, una realidad que tarde o temprano acabaría saliendo a la luz. Aun así, el partido fundado por Manuel Fraga está logrando mantener a duras penas su bastión conservador entre sus seguidores más veteranos y el mundo rural, pero Albert Rivera ha esquilmado el voto de la derecha joven y urbana (aunque su voracidad electoral le esté llevando últimamente a protagonizar algunos derroches de patrioterismo que desdibujan por momentos este reparto del pastel). En cualquier caso, todo apuntaba a que esta escisión venía a colmar la necesidad de plantear ofertas electorales adaptables a todos los perfiles ideológicos existentes en el seno de la derecha española. Nadie contaba con la irrupción de un partido aún más escorado a estribor que los dos anteriores, que responde fielmente al perfil autárquico, populista y sentimental que tanto éxito está cosechando en estos tiempos convulsos e inestables. 

Supongo que a estas alturas todos ustedes habrán visto ya el vídeo promocional de Vox que muestra a su presidente a lomos de un bello caballo pardo, cabalgando como el Llanero Solitario por los campos de Andalucía, con ademanes épicos y mirada perdida en el horizonte, a quien después se une un grupo de jinetes con la banda sonora del Señor de los Anillos sonando de fondo… Vamos, que Vladimir Putin cazando osos a pecho descubierto en la taiga siberiana parece a su lado Boris Izaguirre. El lema de la campaña no se queda atrás: “la Reconquista comenzará en tierras andaluzas. Andalucía por España”. Para un observador medio, la primera reacción ante las valquirias de Santiago Abascal (hijo de Arathorn, heredero de Isildur, señor de los Dúnedain) es partirse de risa hasta necesitar ayuda médica para recuperar el aliento. Pero ojo, poca broma: la formación de extrema derecha que acusa de tibieza a PP y Ciudadanos va a entrar con toda probabilidad en el parlamento andaluz, y posiblemente obtenga un gran resultado en los comicios europeos del próximo mayo gracias a la circunscripción única. Hace unas semanas llenaron Vistalegre, y una vez dispongan de un altavoz institucional para difundir su tóxico y demagógico mensaje, no debe descartarse que sigan subiendo como la espuma: se dirigen a sus bases con un discurso claro y directo, proponen soluciones simples –simplonas- para problemas complejos, carecen del menor desgaste gubernamental, y dicen todo lo que el llamado franquismo sociológico –camuflado durante décadas en el aluvión ideológico del PP- llevaba tiempo queriendo escuchar. 


Hace unos años, cuando el líder de Vox militaba aún en el PP, un viejo amigo y dirigente popular me comentaba sus impresiones cuando coincidía con él en Génova: “ese tío da miedo”. Frecuentemente recuerdo esa reflexión, y pienso en un dato sintomático que no parece llamar demasiado la atención de los medios en el actual contexto político: ¿es casual que los dos partidos que han hecho de la unidad de España su principal arma electoral tengan como líder indiscutible a un catalán (Rivera) y a un vasco (Abascal)? Parece demostrarse que la Tercera Ley de Newton, también conocida como Principio de acción y reacción, es perfectamente aplicable al ámbito político: “actioni contrariam semper et æqualem esse reactionem”. Un crack, Sir Isaac.

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