Cuadros de un preventorio

Publicado en el Diari de Tarragona el 21 de octubre de 2018


Víktor Hartmann fue un polifacético artista ruso de mediados del siglo XIX que se hizo un hueco en la historia universal por motivos colaterales. Aunque se dedicaba profesionalmente a la arquitectura (diseñó edificios notables como la peterburguesa mansión Myasnikov) lo cierto es que su faceta pictórica terminó siendo el núcleo más trascendental de su carrera. En efecto, sus peculiares dibujos sobre edificios imaginarios lograron imprimir un carácter nítidamente oriental a la arquitectura rusa de la época. Pronto se hizo conocido en los ambientes culturales de la capital zarista, introduciéndose incluso en el círculo del compositor Mili Balákirev, donde entabló una estrecha amistad con Modest Mussorgsky. Lamentablemente, un aneurisma de aorta acabó con la vida del pintor poco antes de cumplir los cuarenta años. 

Su selecto grupo de amigos, devastado por aquella prematura muerte, acordó homenajearlo organizando una gran exposición con sus pinturas más significativas en la Academia de Bellas Artes de San Petersburgo. Lograron reunir más de cuatrocientas, la mayoría de las cuales ha desaparecido con el paso de los años. Su gran amigo Modest quedó tan impresionado con aquellas imágenes que decidió rendir al difunto su particular tributo, componiendo una célebre suite para piano que logró inmortalizar la figura del malogrado pintor: Cuadros de una exposición. 

Este conjunto de diez piezas, con sus recurrentes “paseos”, ha sido versionado en innumerables ocasiones, total o parcialmente y en diferentes estilos (Rimski-Kórsakov, Tuschmalov, Wood, Burns…) lo que explica por qué hemos sido muchos los que nos hemos enamorado de la obra recorriendo diferentes itinerarios, algunos ciertamente curiosos. En mi caso particular, fue en mi adolescencia cuando escuché por primera vez la peculiar pero interesante interpretación que grabó el grupo de rock sinfónico Emerson, Lake & Palmer. Aquel descubrimiento me condujo a la brillante orquestación de Maurice Ravel, probablemente la versión más conocida de la suite. Y por último, de ahí llegué a la maravillosa partitura original para piano, donde finalmente se descubre la fuente de genialidad de la que brotó todo este caudal musical. 


Fue la versión del músico vasco-francés la que pudimos disfrutar el pasado sábado en el Teatre Tarragona, durante el magnífico recital ofrecido por la Orquestra Simfònica Camera Musicae, bajo la dirección de Tomàs Grau. Previamente se interpretó, junto al virtuoso Alexander Melnikov, el concierto para piano nº 2 op. 18 de Serguéi Rajmáninov, una obra que el autor ruso compuso tras superar una larga depresión provocada por las crueles críticas a su primera sinfonía, y que dedicó precisamente al médico que lo salvó de aquel bloqueo creativo, Nikolái Dahl. Aunque no soy ningún experto, creo poder afirmar que el concierto fue una auténtica delicia, como evidenció la respuesta de un público entregado. La orquesta agradeció los aplausos con un bis en el que repitió el “Ballet de los polluelos en sus cáscaras”. Soberbio. 

El único “pero” que me atrevo a destacar no se vivió sobre el escenario, sino al otro lado del foso. Lamentablemente no se trata de un acontecimiento excepcional, y de hecho no es la primera vez que salgo del Teatre Tarragona decidido a escribir sobre este asunto. En efecto, somos muchos los espectadores de este auditorio que nos sentimos frecuentemente acorralados es una especie de epidemia fulminante, como si de pronto hubiéramos sido engullidos por un agujero espaciotemporal hasta el antiguo Preventorio de la Savinosa. Efectivamente, el volumen y la recurrencia con que un sector del público se ha acostumbrado a toser impúdicamente en medio de las interpretaciones comienzan a resultar grotescos, y nos alertan sobre una llamativa falta de respeto y educación. Para redondear esta última experiencia, baste apuntar que un teléfono móvil sonó en dos ocasiones a lo largo de la velada. Increíble. 

No soy ningún erudito melómano ni tampoco un estirado purista. Sólo me considero un simple aficionado del montón que ha tenido la fortuna de asistir a conciertos en diversos auditorios, y que no puede evitar cierta estupefacción (e indignación) cada vez que comparte platea con algunos individuos que no hacen el menor esfuerzo por evitar cualquier sonido molesto hasta la conclusión de la pieza. Aunque cueste reconocerlo, el sobrecogedor silencio que se vive en algunos grandes templos de la música clásica brilla tristemente por su ausencia en nuestro querido Teatre Tarragona. Soy consciente de que todo esto puede sonar a puro esnobismo, pero me consta que no soy el único espectador –ni muchísimo menos- que percibe este bochornoso fenómeno. Créanme cuando les digo que nos estamos acostumbrando a algo que no es normal. Todos hemos sufrido alguna vez un ataque de tos incontrolable, pero resulta perfectamente distinguible cuando este acceso resulta irreprimible, y cuando se produce por pura desidia y falta de consideración hacia los intérpretes y el resto de asistentes. 


He podido comprobar esta misma descortesía también en los conciertos que ofrecen regularmente las bandas y orquestas de algunos centros que imparten enseñanzas musicales en nuestra ciudad: adultos conversando, niños alborotando, gente levantándose… No es cuestión de construir un nuevo Bayreuther Festspielhause en la Rambla, el auditorio premeditadamente incómodo que diseñó Wagner para lograr una concentración total -casi mortificante- del público. Basta con que algunos espectadores asuman que no están en una taberna sino en un concierto, y que el talento y el esfuerzo de quien actúa (ya sea estudiante o profesional) merece todo nuestro respeto y atención. 

Esta misma tarde, en la Tarraco Arena Plaça, la OSCM volverá a interpretar “Cuadros de una exposición” de Mussorgsky, junto con la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvořak. No se lo pierdan. Y si es posible, en silencio.

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